Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt

Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt
Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt

Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt muestran un modo de ver y entender a una ciudad y a sus habitantes. Testimonios imprescindibles para adentrarse en la Buenos Aires de los años 30 y 40.

Roberto Arlt fue un notable cuentista y novelista, que dejó clásicos como El juguete rabioso, Los siete locos y Los lanzallamas. Pero también fue conocido internacionalmente por sus Aguafuertes, un formato a fue adaptando.

El 5 de agosto de 1928, inició la columna costumbrista del diario El Mundo que con el título de Aguafuertes porteñas. En esta, retomó las características del costumbrismo, un género periodístico de amplia y sólida trayectoria, el cual renovó.

Mediante sus escritos analizó la ciudad de Buenos Aires, su geografía urbana y sus tipos más característicos. El autor mostro el inconformismo que se reflejaba en sus novelas, aunque con un ánimo más optimista, educativo, moralista.

Aguafuertes porteñas se publicaron, prácticamente, sin interrupciones hasta su muerte en 1942. El formato fue adaptándose a otros sitios y entornos, publicándose crónicas patagónicas, uruguayas, gallegas, asturianas, madrileñas, vascas, africanas, cariocas y silvestres.

“Para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios, y luego ser un poquitín escéptico. ¡Qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto!”, sostuvo el autor.

Aguafuertes Porteñas de Roberto Arlt

Editor:  Edu Robsy

YO NO TENGO LA CULPA

Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice:

«Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt».

Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me preguntaba:

«Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Partido Socialista Independiente?»

Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independiente, manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un partido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dormir truculentas siestas y a «acomodarme» con todos los que tuvieran necesidad de un voto para hacer aprobar una ordenanza que les diera millones.

Y otras personas también ya me han preguntado: «¿Dígame, ese Arlt no es pseudónimo?».

Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a la gente que una vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.

Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué remota aldea de Germanía o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la culpa.

Tampoco puedo argüir que soy pariente de William Hart, como me preguntaba una lectora que le daba por la fotogenia y sus astros; mas tampoco me agrada que le pongan sambenitos a mi apellido, y le anden buscando tres pies. ¿No es, acaso, un apellido elegante, sustancioso, digno de un conde o de un barón? ¿No es un apellido digno de figurar en chapita de bronce en una locomotora o en una de esas máquinas raras, que ostentan el agregado de «Máquina polifacética de Arlt»?

Bien: me agradaría a mí llamarme Ramón González o Justo Pérez. Nadie dudaría, entonces, de mi origen humano. Y no me preguntarían si soy Roberto Giusti, o ninguna lectora me escribiría, con mefistofélica sonrisa de máquina de escribir: «Ya sé quién es usted a través de su Arlt». Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras. Cuando mi madre me llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo la nariz, levantaba la cabeza, y decía:

—¿Cómo se escribe «eso»?

Mi madre, sin indignarse, volvía a dictar mi apellido. Entonces la directora, humanizándose, pues se encontraba ante un enigma, exclamaba:

—¡Qué apellido más raro! ¿De qué país es?

—Alemán.

—¡Ah! Muy bien, muy bien. Yo soy gran admiradora del kaiser —agregaba la señorita. (¿Por qué todas las directoras serán «señoritas»?) En el grado comenzaba nuevamente el vía crucis. El maestro, examinándome, de mal talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía: —Oiga usted, ¿cómo se pronuncia «eso»? («Eso» era mi apellido.) Entonces, satisfecho de ponerlo en un apuro al pedagogo, le dictaba:

—Arlt, cargando la voz en la ele.

Y mi apellido, una vez aprendido, tuvo la virtud de quedarse en la memoria de todos los que lo pronunciaron, porque no ocurría barbaridad en el grado que inmediatamente no dijera el maestro:

—Debe ser Arlt.

Como ven ustedes, le había gustado el apellido y su musicalidad.

Y a consecuencia de la musicalidad y poesía de mi apellido, me echaban de los grados con una frecuencia alarmante. Y si mi madre iba a reclamar, antes de hablar, el director le decía:

—Usted es la madre de Arlt. No; no señora. Su chico es insoportable.

Y yo no era insoportable. Lo juro. El insoportable era el apellido. Y a consecuencia de él, mi progenitor me zurró numerosas veces la badana.

Está escrito en la Cábala: «Tanto es arriba como abajo». Y yo creo que los cabalistas tuvieron razón. Tanto es antes como ahora. Y los líos que suscitaba mi apellido, cuando yo era un párvulo angelical, se producen ahora que tengo barbas y «veintiocho septiembres», como dice la que sabe quién soy yo «a través de su Arlt».

Y a mí, me revienta esto.

Me revienta porque tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto Arlt. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o cualquier otro «eso», de esos; pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido y cavilar, a veces, quién fue el primer Arlt de una aldea de Germanía o de Prusia, y me digo: ¡Qué barbaridad habrá hecho ese antepasado ancestral para que lo llamaran Arlt! O, ¿quién fue el ciudadano, burgomaestre, alcalde o portaestandarte de una corporación burguesa, que se le ocurrió designarlo con estas inexpresivas cuatro letras a un señor que debía gastar barbas hasta la cintura y un rostro surcado de arrugas gruesas como culebras?

Mas en la imposibilidad de aclarar estos misterios, he acabado por resignarme y aceptar que yo soy Arlt, de aquí hasta que me muera; cosa desagradable, pero irremediable. Y siendo Arlt no puedo ser Roberto Giusti, como me preguntaba un lector de Martínez, ni tampoco un anciano, como supone la simpática lectora que a los veinte años conoció a mis padres, cuando yo «era muy pibe». Esto me tienta a decirle: «Dios le dé cien años más, señora; pero yo no soy el que usted supone».

En cuanto a llamarme así, insisto: Yo no tengo la culpa.

 

CAUSA Y SINRAZON DE LOS CELOS

Hay buenos muchachitos, con metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus respectivas novias promoviendo tempestades de celos, que son realmente tormentas en vasos de agua, con lluvias de lágrimas y truenos de recriminaciones.

Generalmente las mujeres son menos celosas que los hombres. Y si son inteligentes, aun cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descubrir tal sentimiento, porque saben que la exposición de semejante debilidad las entrega atadas de pies y manos al fulano que les sorbió el seso. De cualquier manera; el sentimiento de los celos es digno de estudio, no por los disgustos que provoca, sino por lo que revela en cuanto a psicología individual.

Puede establecerse esta regla:

Cuanto menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es.

La novedad del sentimiento amoroso conturba, casi asusta, y trastorna la vida de un individuo poco acostumbrado a tales descargas y cargas de emoción. La mujer llega a constituir para este sujeto un fenómeno divino, exclusivo. Se imagina que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda «su» felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco. Ahora bien, en tiempos de crisis, ustedes saben perfectamente que los señores y señoras que tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar sus depósitos, poseídos de la locura del pánico. Algo igual ocurre en el celoso. Con la diferencia que él piensa que si su «banco» quiebra, no podrá depositar su felicidad ya en ninguna parte. Siempre ocurre esta catástrofe mental con los pequeños financieros sin cancha y los pequeños enamorados sin experiencia.

Frecuentemente, también, el hombre es celoso de la mujer cuyo mecanismo psicológico no conoce. Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la mujer, hay que tratar a muchas, y no elegir precisamente a las ingenuas para enamorarse, sino a las «vivas», las astutas y las desvergonzadas, porque ellas son fuente de enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le enseñan (involuntariamente, por supuesto) los mil resortes y engranajes de que «puede» componerse el alma femenina. (Conste que digo «de que puede componerse», no de que se compone.)

Los pequeños enamorados, como los pequeños financistas, tienen en su capital de amor una sensibilidad tan prodigiosa, que hay mujeres que se desesperan de encontrarse frente a un hombre a quien quieren, pero que les atormenta la vida con sus estupideces infundadas.

Los celos constituyen un sentimiento inferior, bajuno. El hombre, cela casi siempre a la mujer que no conoce, que no ha estudiado, y que casi siempre es superior intelectualmente a él. En síntesis, el celo es la envidia al revés.

Lo más grave en la demostración de los celos es que el individuo, involuntariamente, se pone a merced de la mujer. La mujer en ese caso, puede hacer de él lo que se le antoja. Lo maneja a su voluntad. El celo (miedo de que ella lo abandone o prefiera a otro) pone de manifiesto la débil naturaleza del celoso, su pasión extrema, y su falta de discernimiento. Y un hombre inteligente, jamás le demuestra celos a una mujer, ni cuando es celoso. Se guarda prudentemente sus sentimientos; y ese acto de voluntad repetido continuamente en las relaciones con el ser que ama, termina por colocarle en un plano superior al de ella, hasta que al llegar a determinado punto de control interior, el individuo «llega a saber que puede prescindir de esa mujer el día que ella no proceda con él como es debido».

A su vez la mujer, que es sagaz e intuitiva, termina por darse cuenta de que con una naturaleza tan sólidamente plantada no se puede jugar, y entonces las relaciones entre ambos sexos se desarrollan con una normalidad que raras veces deja algo que desear, o terminan para mejor tranquilidad de ambos.

Claro está que para saber ocultar diestramente los sentimientos subterráneos que nos sacuden, es menester un entrenamiento largo, una educación de práctica de la voluntad. Esta educación «práctica de la voluntad» es frecuentísima entre las mujeres. Todos los días nos encontramos con muchachas que han educado su voluntad y sus intereses de tal manera que envejecen a la espera de marido, en celibato rigurosamente mantenido. Se dicen: «Algún día llegará». Y en algunos casos llega, efectivamente, el individuo que se las llevará contento y bailando para el Registro Civil, que debía denominarse «Registro de la Propiedad Femenina».

Sólo las mujeres muy ignorantes y muy brutas son celosas. El resto, clase media, superior, por excepción alberga semejante sentimiento. Durante el noviazgo muchas mujeres aparentan ser celosas; algunas también lo son, efectivamente. Pero en aquellas que aparentan celos, descubrimos que el celo es un sentimiento cuya finalidad es demostrar amor intenso inexistente, hacia un_ bobalicón que sólo cree en el amor cuando el amor va acompañado de celos. Ciertamente, hay individuos que no creen en el afecto, si el cariño no va acompañado de comedietas vulgares, como son, en realidad, las que constituyen los celos, pues jamás resuelven nada serio.

Las señoras casadas, al cabo de media docena de años de matrimonio (algunas antes), pierden por completo los celos. Algunas, cuando barruntan que los esposos tienen aventurillas de géneros dudosos, dicen, en círculos de amigas:

—Los hombres son como los chicos grandes. Hay que dejar que se distraigan. También una no los va a tener todo el día pegados a las faldas…

Y los «chicos grandes» se divierten. Más aún, se olvidan de que un día fueron celosos…

Pero este es tema para otra oportunidad.

Aguafuertes portenas cortas
Roberto Arlt, autor de Aguafuertes porteñas

SOLILOQUIO DEL SOLTERON

Me miro el dedo gordo del pie, y gozo.

Gozo porque nadie me molesta. Igual que una tortuga, a la mañana, saco la cabeza debajo la caparazón de mis colchas y me digo, sabrosamente, moviendo el dedo gordo del pie:

—Nadie me molesta. Vivo solo, tranquilo y gordo como un archipreste glotón.

Mi camita es honesta, de una plaza y gracias. Podría usarla sin reparo ninguno el Papa o el arzobispo.

A las ocho de la mañana entra a mi cuarto la patrona de la pensión, una señora gorda, sosegada y maternal. Me da dos palmaditas en la espalda y me pone junto al velador la taza de café con leche y pan con manteca. Mi patrona me respeta y considera. Mi patrona tiene un loro que dice: «¡Ajuá! ¿Te fuiste? Que te vaya bien», y el loro y la patrona me consuelan de que la vida sea ingrata para otros, que tienen mujer y, además de mujer, una caterva de hijos.

Soy dulcemente egoísta y no me parece mal.

Trabajo lo indispensable para vivir, sin tener que gorrear a nadie, y soy pacífico, tímido y solitario. No creo en los hombres, y menos en las mujeres, mas esta convicción no me impide buscar a veces el trato de ellas, porque la experiencia se afina en su roce, y además no hay mujer, por mala que sea, que no nos haga indirectamente algún bien.

Me gustan las muchachitas que se ganan la vida. Son las únicas mujeres que provocan en mí un respeto extraordinario, a pesar de que no siempre son un encanto. Pero me gustan porque afirman un sentimiento de independencia, que es el sentido interior que rige mi vida.

Más me gustan todavía las mujeres que no se pintan. Las que se lavan la cara, y con el cabello húmedo, salen a la calle, causando una sensación de limpieza interior y exterior que haría que uno, sin escrúpulos de ninguna clase, les besara encantado los pies.

No me gustan los chicos, sino excepcionalmente. En todo chiquillo, casi siempre se descubren fisonómicamente los rastros de las pillerías de los padres, de manera que sólo me agradan a la distancia y cuando pienso artificialmente con el pensamiento de los demás que coinciden en decir: «¡Qué chicos, son un encanto!», aunque es mentira.

Me baño todos los días en invierno y verano. Tener el cuerpo limpio me parece que es el comienzo de la higiene mental.

Creo en el amor cuando estoy triste, cuando estoy contento miro a ciertas mujeres como si fueran mis hermanas, y me agradaría tener el poder de hacerlas felices, aunque no se me oculta que tal pensamiento es un disparate, pues si es imposible que un hombre haga feliz a una sola mujer, menos todavía a todas.

He tenido varias novias, y en ellas descubrí únicamente el interés de casarse, cierto es que dijeron quererme, pero luego quisieron también a otros, lo cual demuestra que la naturaleza humana es sumamente inestable, aunque sus actos quieran inspirarse en sentimientos eternos. Y por eso no me casé con ninguna.

Personas que me conocen poco dicen que soy un cínico; en verdad, soy un hombre tímido y tranquilo, que en vez de atenerse a las apariencias busca la verdad, porque la verdad puede ser la única guía del vivir honrado.

Mucha gente ha tratado de convencerme de que formara un hogar; al final descubrí que ellos serían muy felices si pudieran no tener hogar.

Soy servicial en la medida de lo posible y cuando mi egoísmo no se resiente mucho, aunque me he dado cuenta que el alma de los hombres está constituida de tal manera, que más pronto olvidan el bien que se les ha hecho que el mal que no se les causó.

Como todos los seres. humanos he localizado muchas mezquindades en mí y más me agradaría no tener ninguna, mas al final me he convencido que un hombre sin defectos sería inaguantable, porque jamás le daría motivo a sus prójimos para hablar mal de él, y lo único que nunca se le perdona a un hombre, es su perfección.

Hay días que me despierto con un sentimiento de dulzura floreciendo en mi corazón. Entonces me hago escrupulosamente el nudo de la corbata y salgo a la calle, y miro amorosamente las curvas de las mujeres. Y doy las gracias a Dios por haber fabricado un bicho tan lindo, que con su sola presencia nos enternece los sentidos y nos hace olvidar todo lo que hemos aprendido a costa del dolor.

Si estoy de buen humor, compro un diario y me entero de lo que pasa en el mundo, y siempre me convenzo de que es inútil que progrese la ciencia de los hombres si continúan manteniendo duro y agrio su corazón como era el corazón de los seres humanos hace mil años.

Al anochecer vuelvo a mi cuartujo de cenobita, y mientras espero que la sirvienta —una chica muy bruta y muy irritable— ponga la mesa, «sotto voce» canturreo Una furtiva lágrima, o sino Addio del passato o Bei giorni ridenti… Y mi corazón se anega de una paz maravillosa, y no me arrepiento de haber nacido.

No tengo parientes, y como respeto la belleza y detesto la descomposición, me he inscripto en la sociedad de cremaciones para que el día que yo muera el fuego me consuma y quede de mí, como único rastro de mi limpio paso sobre la tierra, unas puras cenizas.

EL ORIGEN DE ALGUNAS PALABRAS DE NUESTRO LEXICO POPULAR

Ensalzaré con esmero el benemérito «fiacún».

Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del «fiacún», a establecer el origen de la «fiaca», y a dejar determinados de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos sesenta y un años después me levantarán una estatua.

No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez:

—Hoy estoy con «flaca».

O que se haya sentado en el escritorio de su oficina y mirando al jefe, no dijera:

—¡Tengo una «fiaca»!

De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la «fiaca» expresa la intención de «tirarse a muerto», pero ello es un grave error.

Confundir la «fiaca» con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno con una cebra o un burro con un caballo. Exactamente lo mismo.

Y sin embargo a primera vista parece ‘que no. Pero es así. Sí, señores, es así. Y lo probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de filología lunfarda.

Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri.

La «fiaca» en el dialecto genovés expresa esto: «Desgano físico originado por la falta de alimentación momentánea». Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años.

Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabreja mencionada. Y algunas más.

Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: «Tiene la ‘fiaca’ encima, tiene». Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara.

En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión de almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se observaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la «bella Italia» y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo mismo sucedió con la palabra «manyar» que es la derivación de la perfectamente italiana «mangiar la lollia», o sea «darse cuenta».

Curioso es el fenómeno pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que vale un Perú, y es el siguiente: «Hacer el rosto».

¿A que no se imaginan ustedes lo que quiere decir «hacer el rosto»? Pues hacer el rosto, en genovés, expresa preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama el «rosto», es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando haya pasado el peligro.

Volvamos con esmero al benemérito «fiacún».

Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de quince años, dos metros de altura, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos.

Esos muchachos eran los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que un «chico», algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándoles de la función. Bueno, esos grandotes que no hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con un gesto huido, estos «largos» que se pasaban la mañana sentados en una esquina. o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos «fiacunes». A ellos se aplicó con singular acierto el término.

Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el «fiacún» dejó de ser el muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza.

Y, hoy, el «fiacún» es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de «squenun», sino que tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En toda oficina pública o privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma, y un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta:

—¿Estás con «fiaca»?

Aclaración. No debe confundirse este término con el de «tirarse a muerto», pues tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la «fiaca» excluye toda premeditación, elemento constituyente de la alevosía según los juristas. De modo que el «fiacún» al negarse a trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.

DIVERTIDO ORIGEN DE LA PALABRA «SQUENUN»

En nuestro amplio y pintoresco idioma porteño se ha puesto de moda la palabra «squenun».

¿Qué virtud misteriosa revela dicha palabra? ¿Sinónimo de qué cualidades psicológicas es el mencionado adjetivo? Helo aquí:

En el puro idioma del Dante, cuando se dice «squena dritta» se expresa lo siguiente: Espalda derecha o recta, es decir, qué a la persona a quien se hace el homenaje de esta poética frase se le dice que tiene la espalda derecha; más ampliamente, que sus espaldas no están agobiadas por trabajo alguno sino que se mantienen tiesas debido a una laudable y persistente voluntad de no hacer nada; más sintéticamente, la expresión «squena dritta» se aplica a todos los individuos holgazanes, tranquilamente holgazanes.

Nosotros, es decir el pueblo, ha asimilado la clasificación, pero encontrándola excesivamente larga, la redujo a la clara, resonante y breve palabra de «squenun».

El «un» final, es onomatopéyico, redondea la palabra de modo sonoro, le da categoría de adjetivo definitivo, y el modo grave «squena dritta» se convierte en esta antítesis, en un jovial «squenun», que expresando la misma haraganería la endulza de jovialidad particular.

En la bella península itálica, la frase «squena dritta» la utilizan los padres de familia cuando se dirigen a sus párvulos, en quienes descubren una incipiente tendencia a la vagancia, es decir, la palabra se aplica a menores de edad que oscilan entre los catorce y diecisiete años.

En nuestro país, en nuestra ciudad mejor dicho, la palabra «squenun» se aplica a los poltrones mayores de edad, pero sin tendencia a ser compadritos, es decir, tiene su exacta aplicación cuando se refiere a un filósofo de azotea, a uno de esos perdularios grandotes, estoicos, que arrastran las alpargatas para ir al almacén a comprar un atado de cigarrillos, , y vuelven luego a su casa para subir a la azotea donde se quedarán tomando baños de sol hasta la hora de almorzar, indiferentes a los rezongos del «viejo», un viejo que siempre está podando la viña casera y que gasta sombrero negro, grasiento como el eje de un carro.

En toda familia dueña de una casita, se presenta el caso del «squenun», del poltrón filosófico, que ha reducido la existencia a un mínimo de necesidades, y que lee los tratados sociológicos de la Biblioteca Roja y de la Casa Sempere.

Y las madres, las buenas viejas que protestan cuando el grandulón les pide para un atado de cigarrillos, tienen una extraña debilidad por este hijo «squenun».

Lo defienden del ataque del padre que a veces se amostaza en serio, lo defienden de las murmuraciones de los hermanos que trabajan como Dios manda, y las pobres ancianas, mientras zurcen el talón de una media, piensan consternadas ¿por qué ese «muchacho tan inteligente» no quiere trabajar a la par de los otros?

El «squenun» no se aflige por nada. Toma la vida con una serenidad tan extraordinaria que no hay madre en el barrio que no le tenga odio… ese odio que las madres ajenas tienen por esos poltrones que pueden enamorarle algún día a la hija. Odio instintivo y que se justifica, porque a su vez las muchachas sienten curiosidad por esos «squenunes» que les dirigen miradas tranquilas, llenas de una sabiduría inquietante.

Con estos datos tan sabiamente acumulados, creemos poner en evidencia que el «squenun» no es un producto de la familia modesta porteña, ni tampoco de la española, sino de la auténticamente italiana, mejor dicho, genovesa o lombarda. Los «squenunes» lombardos son más refractarios al trabajo que los «squenunes» genoveses.

Y la importancia social del «squenun» es extraordinaria en nuestras parroquias. Se le encuentra en la esquina de Donato Alvarez y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Canning, en todos los barrios ricos en casitas de propietarios itálicos.

El «squenun» con tendencias filosóficas es el que organizará la Biblioteca «Florencio Sánchez» o «Almafuerte»; el «squenun» es quien en la mesa del café, entre los otros que trabajan, dictará cátedras de comunismo y «de que el que no trabaja no come»; él que no ha hecho absolutamente nada en todo el día, como no sea tomar baños de sol, asombrará a los otros con sus conocimientos del libre albedrío y del determinismo; en fin, el «squenun» es el maestro de sociología del café del barrio, donde recitará versos anarquistas y las Evangélicas del latero de Almafuerte.

El «squenun» es un fenómeno social. Queremos decir, un fenómeno de cansancio social.

Hijo de padres que toda la vida trabajaron infatigablemente para amontonar los ladrillos de una «casita», parece que trae en su constitución la ansiedad de descanso y de fiestas que jamás pudieron gozar los «viejos».

Entre todos los de la familia que son activos y que se buscan la vida de mil maneras, él es el único indiferente a la riqueza, al ahorro, al porvenir. No le interesa ni importa nada. Lo único que pide es que no lo molesten, y lo único que desea son los cuarenta centavos diarios, veinte para los cigarrillos y otros veinte para tomar el café en el bar donde una orquesta típica le hace soñar horas y horas atornillado a la mesa.

Con ese presupuesto se conforma. Y que trabajen los otros, como si él trajera a cuestas un cansancio enorme ya antes de nacer, como si todo el deseo que el padre y la madre tuvieron de un domingo perenne, estuviera arraigado en sus huesos derechos de «squena dritta», es decir, de hombre que jamás será agobiado por el peso de ningún fardo.

Qué son los aguafuertes porteñas
Qué son los aguafuertes porteñas

LA TRISTEZA DEL SABADO INGLES

¿Será acaso, porque me paso vagabundeando toda la semana, que el sábado y el domingo se me antojan los días más aburridos de la vida? Creo que el domingo es aburrido de puro viejo y que el sábado inglés es un día triste, con la tristeza que caracteriza a la raza que le ha puesto su nombre.

El sábado inglés es un día sin color y sin sabor; un día que «no corta ni pincha» en la rutina de las gentes. Un día híbrido, sin carácter, sin gestos.

Es día en que prosperan las reyertas conyugales y en el cual las borracheras son más lúgubres que un «de profundis» en el crepúsculo de un día nublado. Un silencio de tumba pesa sobre la ciudad. En Inglaterra, o en países puritanos, se entiende. Allí hace falta el sol, que es, sin duda alguna, la fuente natural de toda alegría. Y como llueve o nieva, no hay adonde ir; ni a las carreras, siquiera. Entonces la gente se queda en sus casas, al lado del fuego, y ya cansada de leer Punch, hojea la Biblia.

Pero para nosotros el sábado inglés es un regalo modernísimo que no nos convence. Ya teníamos de sobra con los domingos. Sin plata, sin tener adonde ir y sin ganas de ir a ninguna parte, ¿para qué queríamos el domingo? El domingo era una institución sin la cual vivía muy cómodamente la humanidad.

Tata Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de haber hecho esta cosa tan complicada que se llama mundo. Pero ¿qué han hecho, durante los seis días, todos esos gandules que por ahí andan, para descansar el domingo? Además, nadie tenía derecho a imponernos un día más de holganza. ¿Quién lo pidió? ¿Para qué sirve?

La humanidad tenía que aguantarse un día por semana sin hacer nada. Y la humanidad se aburría. Un día de «flaca» era suficiente. Vienen los señores ingleses y, ¡qué bonita idea!, nos endilgan otro más, el sábado.

Por más que trabaje, con un día de descanso por semana es más que suficiente. Dos son insoportables, en cualquier ciudad del mundo. Soy, como verán ustedes, un enemigo declarado e irreconciliable del sábado inglés.

Corbata que toda la semana permanece embaulada. Traje que ostensiblemente tiene la rigidez de las prendas bien guardadas. Botines que crujían. Lentes con armadura de oro, para los días sábado y domingo. Y tal aspecto de satisfacción de sí mismo, que daban ganas de matarlo. Parecía un novio, uno de esos novios que compran una casa por mensualidades. Uno de esos novios que dan un beso a plazo fijo.

Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me olvidé de pisarle un pie. Si no hay gente el hombre me asesina.

Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente.

Lo he visto numerosas veces, y siempre me ha causado la misma y dolorosa impresión.

– Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina —la calle más lúgubre de Buenos Aires— cuando por la vereda opuesta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano una criatura de tres años.

La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién planchado. Unos zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la nena, y más despacio aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato, y la madre de la criatura, urea mujer joven y arrugada— por las penurias, planchando los cintajos del sombrero de la nena.

El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabaja y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de. sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a la calle. Vi en él a Santana, el personaje de Roberto Mariani.

Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comercio se muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces agresivas.

Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferreterías a pintura. El cielo parece, de tan azul, que está iluminando una factoría perdida en el África. Las tabernas para corredores de bolsa permanecen solitarias y lúgubres. Algún portero juega al mus con un lavapisos a la orilla de una mesa. Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas—bancas, aparecen a la puerta de «entrada para empleados» de los depósitos de dinero. Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada, aunque tengan ganas de trabajar o de morirse.

No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en una empresa que tiene siete millones de capital, ¡un error de dos centavos en el balance de fin de mes!

LA MUCHACHA DEL ATADO

Todos los días, a las cinco de la tarde, tropiezo con muchachas que vienen de buscar costura.

Flacas, angustiosas, sufridas. El polvo de arroz no alcanza a cubrir las gargantas donde se marcan los tendones; y todas caminan con el cuerpo inclinado a un costado: la costumbre de llevar el atado siempre del brazo opuesto:

Y los bultos son macizos, pesados: dan la sensación de contener plomo: de tal manera tensionan la mano.

No se trata de hacer sentimentalismo barato. No. Pero más de una vez me he quedado pensando en estas vidas, casi absolutamente dedicadas al trabajo. Y si no, veamos.

Cuando estas muchachas cumplieron ocho o nueve años, tuvieron que cargar un hermanito en los brazos. Usted, como yo, debe haber visto en el arrabal estas mocosas que cargan un pebetito en el brazo y que ce pasean por la vereda rabiando contra el mocoso, y vigiladas por la madre que salpicaba agua en la batea.

Así hasta los catorce años. Luego, el trabajo de ir a buscar costuras; las mañanas y las tardes inclinadas sobre la Neumann o la Singer, haciendo pasar todos los días metros y más metros de tela y terminando a las cuatro de la tarde, para cambiarse, ponerse el vestido de percal, preparar el paquete y salir; salir cargadas y volver lo mismo, con otro bulto que hay que «pasarlo a la máquina». La madre siempre lava la ropa; la ropa de los hijos, la ropa del padre. Y ésas son las muchachas que los sábados a la tarde escuchan la voz del hermano, que grita:

—Che, Angelita: apurate a plancharme la camisa, que tengo que salir.

Y Angelita, María o Juana, la tarde del sábado trabajan para los hermanos. Y planchan cantando un tango que aprendieron de memoria en El Alma que Canta; que esto, las novelas por entregas y alguna sección de biógrafo, es la única fiesta de las muchachas de que hablo.

Digo que estas muchachas me dan lástima. Un buen día se ponen de novias, y no por eso dejan de trabajar, sino que el novio (también un muchacho que la yuga todo el día) cae a la noche a la casa a hacerle el amor.

Y como el amor no sirve para pagar la libreta del almacén, trabajan hasta tres días antes de casarse, y el casamiento no es un cambio de vida para la mujer de nuestro ambiente pobre, no; al contrario, es un aumento de trabajo, y a la semana de casados se puede ver a estas mujercitas sobre la máquina. Han vuelto a la costura, y al año hay un pibe en la cuna, y esa muchacha ya está arrugada y escéptica, ahora tiene que trabajar para el hijo, para el marido, para la casa… Cada año un nuevo hijo y siempre más preocupaciones y siempre la misma pobreza; la misma escasez, la misma medida del dinero, el igual problema que existía en la casa de sus padres, se repite en la suya, pero mayor y más arduo.

Y ahora las ve usted a estas mujeres cansadas, flacas, feas, nerviosas, estridentes.

Y todo ello ha sido originado por la miseria, por el trabajo; y de pronto usted asocia los años de vida, hasta la madurez y con asombro, casi mezclado de espanto, se pregunta uno:

—En tantos años de vida, ¿cuántos minutos dé felicidad han tenido estas mujeres?

Y usted, con terror, siente que desde adentro le contesta una voz que estas mujeres no fueron nunca felices. ¡Nunca! Nacieron bajo el signo del trabajo y desde los siete o nueve años hasta el día en que se mueren, no han hecho nada más que producir, producir costura e hijos, eso y lo otro, y nada más.

Cansadas o enfermas, trabajaron siempre. ¿Que el marido estaba sin’ trabajo? ¿Que un hijo se enfermó y había que pagar deudas? ¿Que murieron los viejos y hubo que empeñarse para el entierro? Ya ve usted; nada más que un problema: el dinero, la escasez de dinero. Y junto a esto una espalda encorvada, unos ojos que cada vez van siendo menos brillosos, un rostro que año tras año se va arrugando un poquito más, una voz que pierde a medida que pasa el tiempo todas las inflexiones de su primitiva dulzura, una boca que sólo se abre para pronunciar estas palabras:

—Hay que hacer economía. No se puede gastar.

Si uste no ha leído El sueño de Makar, de Vladimiro Korolenko, trate de leerlo.

El asunto es éste. Un campesino que va a ser juzgado por Dios. Pero Dios, que lleva una cuenta de todas las barrabasadas que hacemos nosotros los mortales, le dice al campesino:

—Has sido un pillete. Has mentido. Te has emborrachado. Le has pegado a tu mujer. Le has robado y levantado falso testimonio a tu vecino. —Y la balanza cargada de las culpas de Makar se inclina cada vez más hacia el infierno, y Makar trata de hacerle trampa a Dios pisando el platillo adverso; pero aquél lo descubre, y entonces insiste—: ¿Ves como tengo razón? Eres un tramposo, además. Tratas de engañarme a mí, que soy Dios.

Pero, de pronto, ocurre algo extraño. Makar, el bruto, siente que una indignación se despierta en su pecho, y entonces, olvidándose que está en presencia de Dios, se enoja, y comienza a hablar; cuenta sus sacrificios, sus penas, sus privaciones. Cierto es que le pegaba a su mujer, pero le pegaba porque estaba triste; cierto es que mentía, pero otros que tenían mucho más que él también mentían y robaban. Y Dios se va apiadando de Makar, comprende que Makar ha sido, sobre la tierra, como la organización social lo había moldeado, y súbitamente, las puertas del Paraíso se abren para él, para Makar.

Me acordé del sueño de Makar, pensando que alguien in mente diría que no conocía yo los defectos de la gente que vive siempre en la penuria y en la pena. Ahora sabe usted el porqué de la cita, y lo que quiere decir el «sueño de Makar».

LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE HONRADO

Todos los días asisto a la tragedia de un hombre honrado. Este hombre honrado tiene un café que bien puede estar evaluado en treinta mil pesos o algo más. Bueno: este hombre honrado tiene una esposa honrada.

A esta esposa honrada la ha colocado a cuidar la victrola. Dicho procedimiento le ahorra los ochenta pesos mensuales que tendría que pagarle a una victrolista. Mediante este sistema, mi hombre honrado economiza, al fin del año, la respetable suma de novecientos sesenta pesos sin contar los intereses capitalizados. Al cabo de diez años tendrá ahorrados…

Pero mi hombre honrado es celoso. ¡Vaya si he comprendido que es celoso! Levantando la guardia tras la caja, vigila, no sólo la consumición que hacen sus parroquianos, sino también las miradas de éstos para su mujer. Y sufre. Sufre honradamente. A veces se pone pálido, a veces le fulguran los ojos. ¿Por qué? Porque alguno se embota más de lo debido con las regordetas pantorrillas de su cónyuge. En estas circunstancias, el hombre honrado mira para arriba, para cerciorarse si su mujer corresponde a las inflamadas ojeadas del cliente, o si se entretiene en leer una revista. Sufre. Yo veo que sufre, que sufre honradamente; que sufre olvidando en ese instante que su mujer le aporta una economía diaria de dos pesos sesenta y cinco centavos; que su legitima esposa aporta a la caja de ahorros novecientos sesenta pesos anuales. Sí, sufre. Su honrado corazón de hombre prudente en lo que atañe al dinero, se conturba y olvida de los intereses cuando algún carnicero, o cuidador de ómnibus, estudia la anatomía topográfica de su también honrada cónyuge. Pero más sufre aún cuando, el que se deleita contemplando los encantos de su esposa, es algún mozalbete robusto, con bigotitos insolentes y espaldas lo suficientemente poderosas como para poder soportar cualquier trabajo extraordinario. Entonces mi hombre honrado mira desesperadamente para arriba. Los celos que los divinos griegos inmortalizaron, le desencuadernan la economía, le tiran abajo la quietud, le socavan la alegría de ahorrarse dos pesos sesenta y cinco centavos por día; y desesperado hace rechinar los dientes y mira a su cliente como si quisiera darle tremendos mordiscones en los riñones.

Yo comprendo, sin haber hablado una sola palabra con este hombre, el problema que está encarando su alma honrada. Lo comprendo, lo interpreto, lo «manyo». Este hombre se encuentra ante un dilema hamletiano, ante el problema de la burra Balaam, ante… ¡ante el horrible problema de ahorrarse ochenta mangos mensuales! Son ochenta pesos. ¿Saben ustedes los bultos, las canastas, las jornadas de dieciocho horas que éste trabajó para ganar ochenta pesos mensuales? No; nadie se lo imagina.

De allí que lo comprendo. Al mismo tiempo quiere a su mujer. ¡Cómo no la va a querer! Pero no puede menos de hacerla trabajar, como el famoso tacaño de Anatole France no pudo menos de cortarle unas rebarbas a las monedas de oro qué le ofrecía a la Virgen: seguía fiel a su costumbre.

Y ochenta pesos son ocho billetes de a diez pesos, dieciséis de a cinco y… dieciséis billetes de a cinco pesos, son plata… son plata…

Y la prueba de que nuestro hombre es honrado, es que sufre en cuanto empiezan a mirarle a la cónyuge. Sufre visiblemente. ¿Qué hacer? ¿Renunciar a los ochenta pesos, o resignarse a una posible desilusión conyugal?

Si este hombre no fuera honrado, no le importaría que le cortejaran a su propia esposa. Más aún, se dedicaría como el célebre señor Bergeret, a soportar estoicamente su desgracia.

No; mi cafetero no tiene pasta de marido extremadamente complaciente. En él todavía late el Cid, don Juan, Calderón de la Barca y toda la honra de la raza, mezclada a la terribilísima avaricia de la gente del terruño.

Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta pesos.

También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la economía bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de cheques. ¡Cómo ama el dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!

A veces voy a su café y me quedo una hora, dos, tres. El cree que cuando le miro a la mujer estoy pensando en ella, y está equivocado. En quien pienso es en Lenin… en Stalin… en Trotzky… Pienso con una alegría profunda y endemoniada en la cara que este hombre pondría si mañana un régimen revolucionario le dijera:

—Todo su dinero es papel mojado.

qué es un aguafuerte en la literatura
Aguafuertes portenas

LOS TOMADORES DE SOL EN EL BOTANICO

La tarde de ayer lunes fue espléndida. Sobre todo para la gente que nada tenía que hacer. Y más aún para los tomadores de sol consuetudinarios.

Gente de principios higiénicas y naturistas, ya que se resignan atener los botines rotos antes que perder su bañito de sol. Y después hay ciudadanos que se lamentan de que no haya hombres de principios.. Y estudiosos. Individuos que sacrifican su bienestar personal para estudiar botánica y sus derivados, aceptando ir con el traje hecho pedazos antes de perder tan preciosos conocimientos.

Examinando la gente que pulula por el Jardín Botánico, uno termina por plantearse este problema:

¿Por qué las ciencias naturales poseen tanta aceptación entre sujetos que tienen catadura de vagos? ¿Par qué la gente bien vestida no se dedica, con tanto frenesí, a un estudio semejante, saludable para el cuerpo y para el espíritu? Porque esto es indiscutible: el estudio de la botánica engorda. No he visto a un bebedor de sol que no tenga la piel lustrosa, y un cuerpazo bien nutrido y mejor descansado.

¡Qué aspecto, que bonhomía! ¡Qué edificación ejemplar para un señor que tenga tendencias al misticismo! Porque, no dejarán de reconocer ustedes, que una ciencia tan infusa como la botánica debe tener virtudes esenciales para engordar a sujetos que calzan botines rotos.

De otro modo no se explicaría. Cierto es que el reposo debe contribuir en algo, pero en este asunto obra o influye algún factor extraño y fundamental. Hasta los jardineros tienden a la obesidad. El portero —los porteros están bien saciados—, los subjardineros ya han adquirido ese aspecto de satisfacción íntima que producen las canonjías municipales, y hasta los gatos que viven en las alturas de los pinos impresionan favorablemente por su inesperado grosor y lustroso pelaje.

Yo creo haber aclarado el misterio. La gente que frecuenta el Jardín Botánico está gorda por la influencia del latín.

En efecto, todos los letreros de los árboles están redactados en el idioma melifluo de Virgilio. Al que no está acostumbrado, se le embarulla el cráneo. Pero los asiduos visitantes de este jardín, deben estar ya acostumbrados y sufrir los beneficios de este idioma, porque he observado lo siguiente:

Como decía, fui hasta allá ayer por la tarde. Me senté en un banco y, de pronto, observé a dos jardineros. Con un rastrillo en la mano miraban el letrero de un árbol. Luego se miraban entre sí y volvían a mirar el letrero. Para no interrumpir sus meditaciones mantenían el rastrillo completamente inmóvil, de modo que no cabía duda alguna de que esa gente ilustraba sus magníficos espíritus con el letrero escrito en el idioma del latoso Virgilio. Y el éxtasis que tal lectura parecía producirles, debía ser infinito, ya que los dos individuos, completamente quietos como otros tantos Budas a la sombra del árbol de la sabiduría, no movían el rastrillo ni por broma. Tal hecho me llamó sumamente la atención y decidí continuar mi observación. Pero, pasó una hora y yo me aburrí. El deliquio de esos pelafustanes frente al letrero era inmenso. El rastrillo permanecía junto a ellos como si no existiera.

¿Se dan cuenta ustedes ahora de la influencia del botánico latín sobre los espíritus superiores? Estos hombres en vez de rastrillar la tierra, como era su deber, permanecían de brazos cruzados en honor a la ciencia, a la naturaleza y al latín. Cuando me fui, di vuelta la cabeza. Continuaban meditando. Los rastrillos olvidados. No me extrañó de que engordaran.

Y vi numerosa gente entregada a la santa paz de lo verde. Todos meditando en los letreros latinos que se ofrecen con profusión a la vista del público. Todos tranquilitos, imperturbables, adormecidos, soleándose como lagartos o cocodrilos y encantados de la vida, a pesar de que sus aspectos no denuncian millones ni mucho menos. Pero el Señor, bondadoso con los hombres de buena voluntad, les dispensa lo que a nosotros nos ha negado: la felicidad. En cambio, esos individuos que podrían tomarse por solemnes vagos, y que puede ser que lo sean, a la sombra de los árboles empollaban su haraganería y florecían en meditaciones de manera envidiable.

En muchos bancos, estos poltrones, hacen circulo. Y recuerdan a los sapos del campo. Porque los sapos del campo, cuando se prende la luz y se la deja abandonada, se reúnen en torno de ella en círculo, y permanecen como conferenciando horas enteras.

Pues en el Botánico ocurre lo mismo. Se ven círculos de vagos cosmopolitas y silenciosos, mirándose a la cara, en las posiciones más variadas, y sin decir esta boca es mía.

Naturalmente, a la gente le da grima esta vagancia semiorganizada; pero para los que conocen el misterio de las actitudes humanas, esto no asombra. Esa gente aprende idiomas, se interesa por las llamadas lenguas muertas y se regocija contemplando los cartelitos de los árboles.

¿Dónde se reúnen ahora los enamorados? ¿Han perdido el romanticismo? El caso es que en el Botánico lo que más escasean son las parejas amorosas. Sólo se ve algún matrimonio proyecto que recrea sus ojos sin perjudicar sus rentas, ya que para distraerse recorren los senderos solitarios, separados uno de otro medio metro.

En definitiva, no sé si porque era lunes, o porque la gente ha encontrado otros lugares de distracción, el caso es que el Jardín Botánico ofrece un aspecto de desolación que espanta. Y lo único noble, son los árboles… los árboles que envejecen apartándose de los hombres para recoger el cielo entre sus brazos.

APUNTES FILOSOFICOS ACERCA DEL HOMBRE QUE «SE TIRA A MUERTO»

Antes de iniciar nuestro grandioso y bello estudio acerca del «hombre que se tira a muerto», es necesario que nosotros, humildes mortales, ensalcemos a Marcelo de Courteline, el magnífico y nunca bien ponderado autor de Los señores chupatintas, y el que más amplia y jovialmente ha tratado de cerca al gremio nefasto de los «que se tiran a muerto», gremio parásito e imperturbable, que tiene puntos de contacto con el «squenun», gremio de sujetos que tienen caras de otarios y que son más despabilados que linces. Y cumplido ya nuestro deber con el señor de Courteline, entramos de lleno en nuestra simpática apología.

Hay una rueda de amigos en un café. Hace una hora que «le dan a los copetines», y de pronto llega el ineludible y fatal momento de pagar. Unos se miran a los otros, todos esperan que el compañero saque la cartera, y de pronto el más descarado o el más filósofo da fin a la cuestión con estas palabras:

—Me tiro a muerto.

El sujeto que anunció tal determinación, acabadas de pronunciar las palabras de referencia, se queda tan tranquilo como si nada hubiera ocurrido; los otros lo miran, pero no dicen oste ni moste, el hombre acaba de anticipar la última determinación admitida en el lenguaje porteño: Se tira a muerto.

¿Quiere ello decir que se suicidará? No, ello significa que nuestro personaje no contribuirá con un solo centavo a la suma que se necesita para pagar los copetines de marras.

Y como esta intención está apoyada por el rotundo y fatídico anuncio de «me tiro a muerto», nadie protesta.

Con meridiana claridad que nos envidiaría un académico o un confeccionador de diccionarios, acabamos de establecer la diferencia fundamental que establece el acto de «tirarse a muerto», con aquel otro adjetivo de «squenun».

Hacemos esta aclaración para colaborar en el porvenir del léxico argentino, para evitar confusiones de idioma tan caras a la academia de los fósiles y para que nuestros devotos lectores comprendan definitivamente la distancia que media entre el «squenun» y el «hombre que se tira a muerto».

El «squenun» no trabaja. El «hombre que se tira a muerto» hace como que trabaja. El primero es el cínico de la holgazanería; el segundo, el hipócrita del dolce far riente. El primero no oculta su tendencia a la; vagancia, sino que por el contrario la fomenta con sendos baños de sol; el segundo acude a su trabajo, no trabaja, pero hace como que trabaja, cuando lo puede ver el jefe, y luego «se tira a muerto» dejando que sus; compañeros de deslomen trabajando.

¿El que «se tira a muerto» es un hombre que después de tantas cavilaciones llegó a la conclusión de que no vale la pena trabajar? No. No se «tira a muerto» el que quiere, sino el que puede, lo cual es muy distinto.

El que «se tira a muerto», ya ha nacido con tal tendencia. En la escuela era el último en levantar la mano para poder pasar a dar la lección, o si le conocía las mañas al maestro, levantaba el brazo siempre que éste no lo iba a llamar, creyendo que sabía la lección.

Cuando más infante, se hacía llevar en brazos por la madre, y si lo querían hacer caminar, lloraba como si estuviera muy cansado, porque en su rudimentario entendimiento era más cómodo ser llevado que llevarse a sí mismo.

Luego ingresó a una oficina, descubrió con su instinto de parásito cuál era el hombre más activo, y se apegó a él, de modo que teniendo que hacer entre los dos un mismo trabajo, en realidad éste lo hiciera, porque tan lleno de errores estaba el trabajo del que «se tira a muerto».

Y los jefes acabaron por acostumbrarse al hombre que «se tira a muerto». Primero protestaron contra «ese inútil», luego, hartos, le dejaron hacer, y el hombre que «se tira a muerto» florece en todas las oficinas, en todas nuestras reparticiones nacionales, aun en las empresas donde es sagrada ley chuparle la sangre al que aún la tiene.

La naturaleza con su sabia previsión de los acontecimientos sociales y naturales, y para que jamás le faltara tema a los caballeros que se dedican a hacer notas, ha dispuesto que haya numerosas variedades del ejemplar del hombre que «se tira a muerto».

Así, hay el hombre que no se puede «tirar espontáneamente a muerto». Lo atrae el dolce far niente, pero este placer debe ir acompañado de otro deleite: la simulación de que trabaja.

Le veréis frente a la máquina de escribir, grave el gesto, taciturna la expresión, borrascosa la frente. Parece un genio, el que le mira se dice:

—¡Qué cosas formidables debe pensar ese hombre! ¡Qué trabajo importantísimo debe de estar realizando!

Inclinémonos ante la sabiduría del Todopoderoso. El, que provee de alimentos al microbio y al elefante a un mismo tiempo; él, que lo reparte todo, la lluvia y el sol, ha hecho que por cada diez hombres que «se tiran a muertos», haya veinte que quieran hacer méritos, de modo. que por sabia y trascendental compensación, si en una oficina hay dos sujetos que todo lo abandonan en manos del destino, en esa misma oficina hay siempre cuatro que trabajan por ocho, de modo que nada se pierde ni nada se gana. Y veinte restantes hacen sebo de modo razonable.

Aguafuertes ejemplos
Aguafuertes porteñas

SILLA EN LA VEREDA

Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas en las puertas de sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de «buenas noches, vecina», el político e insinuante «¿cómo le va, don Pascual?». Y don Pascual sonrie .y se atusa los «baffi», que bien sabe por qué el mocito le pregunta cómo le va. Llegaron las noches…

Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos o activos, todos queremos este barrio con su jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre distintas, y sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también. Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos barrios!; estos barrios porteños, largos, todos cortados con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encierran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del «te quiero». Fulería poética, eso y algo más.

Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de vagos que turrean en la esquina. Esto es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio— de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.

Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que no muere, que no morirá jamás.

Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el «jovie». Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más hacia un costado cuando llega una visita que merece consideración, mientras que la madre o el padre dice:

—Nena; traete otra silla.

Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al «propietario de al lado»; silla que se ofrece al «joven» que es candidato para ennoviar; silla que la «nena» sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca en una voluptuosa «linuya», en una charla agradable, mientras «estrila la d’enfrente» o murmura «la de la esquina».

Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: «¡Pero, hija! ocupás toda la vereda».

Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una modalidad ciudadana.

En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde muchos quieren caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.

Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detuvo. ¿Quién no se para a saludar? ¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato charlando. ¿Qué mal hay en hablar? Y, de pronto, le ofrecen una silla. Usted dice: «No, no se molesten». Pero, ¿qué? ya fue volando la «nena» a traerle la silla. Y una vez la silla allí, usted se sienta y sigue charlando.

Silla engrupidora, silla atrapadora.

Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas conversaciones? En el Registro Civil.

Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien sentado, sobre todo si al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba para saludar! Tenga cuidado_ Por ahí se empieza.

Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de «jovies» tanos y galaicos; silla esterillada de paja gruesa, silla donde hacen filosofía barata ex barrenderos y peones municipales, todos en mangas de camiseta, todos cachimbo en boca. La luna para arriba sobre los testuces rapados. Un bandoneón rezonga broncas carcelarias en algún patio.

En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella. El, del Escuadrón de Seguridad; ella planchadora o percalera.

Los «jovies», funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón, dan la lata sobre «eregoyenisme». Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna criollaza gorda, piensa amarguras. Y este es otro pedazo del barrio nuestro. Esté sonando Cuando llora la milonga o la Patética, importa poco. Los corazones son los mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos, las esperanzas las mismas.

¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que esté esterillada con paja brava del Delta: los corazones son los mismos…

MOTIVOS DE LA GIMNASIA SUECA

Yo no sé si ustedes se han fijado el calor brutal que hacía ayer. ¿No? Era una temperatura como para refugiarse en un «bungalow» y buscar media docena de bayaderas para que con plumeros le hicieran fresco a uno. Y sin embargo vi a un hombre que se envolvía en franela. Les parecerá absurdo, pero vean cómo fue.

Terminaba a las seis de la tarde de hacer gimnasia en la Yumen (Y.M.C.A.) y estaba en el salón de armarios, cuando un tío enormemente grande comienza a desvestirse a mi lado.

No fue nada eso, sino lo que hizo una vez desvestido. De un paquete que traía sacó una pieza de franela, ¡qué sé yo cuántas varas serían!, y con ellas comenzó a liarse el estómago y el vientre como un contrabandista de seda.

Usted hubiera abierto los ojos como platos, aunque fuera indiscreto, ¿no? Pues yo hice lo mismo. Lo miraba al gigante con los ojos y la boca abiertos. Lo miraba, y el «goliat» de marras, sin hacerme caso, seguía enfardándose el estómago con la franela.

Al fin no pude contenerme y le dije, sonriendo:

—¿No tendrá usted calor al hacer ejercicios con esa franela? —Es para enflaquecer —contestóme el otro con vozarrón de bronce. Y acto seguido, sobre ese colchón de franela que le envolvía el estómago y vientre, mi gigante se endilgó un camisetón de lana, exclusivamente útil para ir al polo; pues en otra región lo haría sudar a un esquimal. Y acto seguido se explicó—: Los que no enflaquecen son los que no quieren.

Luego, olímpicamente, me volvió la espalda y se dirigió a la cancha a hacerse una buena media hora de descoyuntamiento al trote.

Y un señor que había escuchado todo lo que conversamos y que sabía quién era yo, me dijo:

—Vea, aquí en la Asociación no hay uno que no haga gimnasia sueca por algún motivo. El hombre es de por sí haragán, y cuando se resuelve a hacer un esfuerzo al que no está acostumbrado, es porque algo grave le pasa en el interior. Usted, por ejemplo, ¿por qué hace gimnasia?

—Me lo recomendó un médico. Estaba excesivamente nervioso.

—Ha visto. Yo, en cambio, le voy a contar una historia. Usted será discreto, es decir que no dirá que he sido yo quien se la ha contado.

—Encantado, cuéntemelo que quiera. Puedo hacer una nota con su historia.

—Sí, y allá va.

He aquí el relato del compañero de gimnasia:

—Tenía una novia con la cual corté relaciones bruscamente. Nos dirigimos cartas atroces. Lo grave es que yo la quería tanto, que una vez que hube cortado comprendí que me iba a ocurrir algo terrible, Enloquecía o hacía un disparate. Eso no hubiera sido nada si una noche, mirándome en un espejo, no observo que estaba aviejándome por horas. Y de pronto se me ocurrió esta idea:

«Dentro de un año el sufrimiento me habrá convertido en una cáscara de hombre. Estaré flaco, agobiado y roto. Y de pronto me vi así, pero en el futuro y en la calle. El destino me había colocado frente a mi ex novia, pero mi ex novia iba ahora acompañada por un magnífico buen mozo, y me miraba irónicamente, como diciendo: `Qué poca cosa estás hecho. ¿Es posible que haya sido tan estúpida en quererte?

«Bueno, cuando yo pensé o mejor dicho tuve la visión de mi futuro, créame, salí a la calle, pero enloquecido. Necesitaba salvarme, salvarme de la catástrofe que tenía en puerta con el agotamiento que me sobrevendría debido a mi exceso de sensibilidad. Caminé toda la noche pensando en lo que podría hacer, de pronto me acordé de la gimnasia sueca, de la salvación física por medio del ejercicio, y créame, he pasado unos minutos de deslumbramiento maravilloso, de una alegría como la que debieron experimentar los místicos cuando comprendían que habían encontrado la entrada del Paraíso.

«Excuso decirle que yo era un perezoso como los que usted pinta en sus notas. Y algo peor todavía. Indolente hasta decir basta. Pues no dormí esa noche; fíjese, no tenía dinero, empeñé todo lo que tenía para pagar los derechos de entrada a la Yumen y dos días después estaba haciendo gimnasia.

«Usted que comienza a hacer ejercicio ahora, se dará cuenta de los efectos de la gimnasia en un individuo físicamente agotado, espiritualmente desmoralizado. Más de una vez estuve tentado de abandonarlo todo, pero en momentos en que iba a dejar la fila se me aparecía el. fantasma de esa muchacha, en compañía del otro, del otro que algún día la acompañaría por la calle. De esos dos fantasmas sólo` veía yo dos ojos burlones, los de ella, diciendo: “qué poca cosa sos”, y entonces, créame, aunque estaba adolorido, con los músculos tensos, casi quemando, hacia un esfuerzo, apretaba los dientes y rabioso persistía en el ejercicio, en la ejecución perfecta de los movimientos. Y qué alegría, amigo, cuando hacemos vencer a la voluntad. Y así ya ve, de un hombre físicamente insignificante que era me he convertido en una máquina casi perfecta.»

Mientras mi compañero hablaba yo sonreía. Pensaba en los recovecos que tiene el orgullo humano. Realmente, el hombre es un animal extraordinario. Tiene posibilidades fantásticas. Y mi camarada termina:

—¿Se da cuenta? El sufrimiento que a otro lo hubiera hundido a mí me salvó. Si hace la nota recomiéndele a los que quieran suicidarse por angustias de amor, que hagan gimnasia sueca.

No pude retener la pregunta: —Y a ella ¿nunca la vio?

—No, pero algún día nos encontraremos. ¿Y se da cuenta la sorpresa que experimentará? En vez de encontrarse con un individuo roto por la vida como el que ella conoció, se encontrará con un hombre maravillosamente reconstituido fuerte y más interesante que el que fue.

Indudablemente, el hombre es un animal extraordinario, que cuando tiene condiciones, encuentra tangentes inesperadas para convertirse siempre en mejor y mejor. Y quizá la verdadera vida sea eso: constante superación de sí mismo.

Roberto Arlt
Roberto Arlt, autor de Aguafuertes porteñas

VENTANAS ILUMINADAS

La otra noche me decía el amigo Feilberg, que es el coleccionista de las historias más raras que conozco:

—¿Usted no se ha fijado en las ventanas iluminadas a las tres de la mañana? Vea, allí tiene argumento para una nota curiosa.

Y de inmediato se internó en los recovecos de una historia que no hubiera despreciado Villiers de L’Isle Adam o Barbey de Aurevilly o el barbudo de Horacio Quiroga. Una historia magnífica relacionada con una ventana iluminada a las tres de la: mañana.

Naturalmente, pensando después en las palabras de este amigo, llegué a la conclusión de que tenía razón, y no me extrañaría que don Ramón Gómez de la Serna hubiera utilizado este argumento para una de sus geniales greguerías.

Ciertamente, no hay nada más llamativo en el cubo negro de la no—1 che que ese rectángulo de luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las chimeneas bizcas y las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas como por un viento de maleficio.

¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese momento en que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar ; un hombre?

¿Quiénes están allí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o muere alguien en ese lugar?

En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio.

Porque ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera deshechas por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cortinados, y que entre los visillos y las persianas deja entrever unas rayas de luz. Y luego la sombra, el vigilante Ve se pasea abajo, los hombres que pasan de mal talante pensando en los líos que tendrán que solventar con sus respetables esposas, mientras que la ventana iluminada, falsa como mula bichoca, ofrece un refugio temporal, insinúa un escondite contra el aguacero de estupidez que se descarga sobre la ciudad en los tranvías retardados y crujientes.

Frecuentemente, esas piezas son parte integral de una casa de pensión, y no se reúnen en ellas ni asesinos ni suicidas, sino buenos muchachos que pasan el tiempo conversando mientras se calienta el agua para tomar mate.

Porque es curioso. Todo hombre que ha traspuesto la una de la madrugada, considera la noche tan perdida, que ya es preferible pasarla de pie, conversando con un buen amigo. Es después del café; de las rondas por los cafetines turbios. Y juntos se encaminan para la pieza, donde, fatalmente, el que no la ocupa se recostará sobre la cama del amigo, mientras que el otro, cachazudamente, le prende fuego al calentador para preparar el agua para el mate.

Y mientras que sorben, charlan. Son las charlas interminables de las tres de la madrugada, las charlas de los hombres que, sintiendo cansado el cuerpo, analizan los hechos del día con esa especie de fiebre lúcida y sin temperatura, que en la vigilia deja en las ideas una lucidez de delirio.

Y el silencio que sube desde la calle, hace más lentas, más profundas, más deseadas las palabras.

Esa es la ventana cordial, que desde la calle mira el agente de la esquina, sabiendo que los que la ocupan son dos estudiantes eternos resolviendo un problema de metafísica del amor o recordando en confidencia hechos que no se pueden embuchar toda la noche.

Hay otra ventana que es tan cordial como ésta, y es la ventana del paisaje del bar tirolés.

En todos los bares «imitación Munich» un pintor humorista y genial ha pintado unas escenas de burgos tiroleses o suizos. En todas estas escenas aparecen ciudades con tejados y torres y vigas, con calles torcidas, con faroles cuyos pedestales se retuercen como una culebra, y abrazados a ellos, fantásticos tudescos con medias verdes de turistas y un sombrerito jovial, con la indispensable pluma. Estos borrachos simpáticos, de cuyos bolsillos escapan golletes de botellas, miran con mirada lacrimosa a una señora obesa, apoyada en la ventana, cubierta de un extraordinario camisón, con cofia blanca, y que enarbola un tremendo garrote desde la altura.

La obesa señora de la ventana de las tres de la madrugada, tiene el semblante de un carnicero, mientras que su cónyuge, con las piernas de alambre retorcido en torno del farol, trata de dulcificar a la poco amable «frau».

Pero la «frau» es inexorable como un beduino. Le dará una paliza a su marido.

La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del pobre, la ventana de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al iluminarse bruscamente, lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un llamado de socorro. Sin saber por qué se adivina, tras el súbito encendimiento, a un hombre que salta de la cama despavorido, a una madre que se inclina atormentada de sueño sobre una cuna; se adivina ese inesperado dolor de muelas que ha estallado en medio del sueño y que trastornará a un pobre diablo hasta el amanecer tras de las cortinas raídas de tanto usadas.

Ventana iluminada de las tres de la madrugada. Si se pudiera escribir todo lo que se oculta tras de tus vidrios biselados o rotos, se escribiría el más angustioso poema que conoce la humanidad. Inventores, rateros, poetas, jugadores, moribundos, triunfadores que no pueden dormir de alegría. Cada ventana iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se ha escrito.

DIALOGO DE LECHERIA

Días pasados, tabique por medio, en un lechería con pretensiones de «reservado para familias», escuché un diálogo que se me quedó pegado en el oído, por lo pelafustanesco que resultaba. Indudablemente, el individuo era un divertido, porque las cosas que decía movían a risa. He aquí lo que más o menos retuve:

El Tipo. —Decime, yo no te juré amor eterno. ¿Vos podés afirmar bajo testimonio de escribano público que te juré amor eterno? ¿Me juraste vos amor eterno? No. ¿Y entonces… ?

Ella. —Ni falta hacía que te jurara, porque bien sabés que te quiero…

El Tipo. —Un… Eso es harina de otro costal. Ahora hablemos del amor eterno. Si yo no te juré amor eterno, ¿por qué me hacés cuestión y me querellás?…

Ella. —¡Monstruo! Te sacaría los ojos…

El Tipo. —Y ahora me amenazás en mi seguridad personal. ¿Te das cuenta? ¿Querés privarme de mi libertad de albedrío?

Ella. —¡Qué disparates estás diciendo!…

El Tipo. —Es claro. Vos no me querés dejar tranquilo. Pretendés que como un manso cabrito me pase la vida adorándote…

Ella.— ¿Manso cabrito vos?… Buena pieza… , desvergonzado hasta decir basta…

El Tipo. —No satisfecha con amenazarme en mi seguridad personal, me injuriás de palabra.

Ella. —Si no me juraste amor eterno, en cambio me dijiste que me querías…

El Tipo. —Eso es harina de otro costal. Una cosa es querer… y otra cosa, querer siempre. Cuando yo te dije que te quería, te quería. Ahora…

Ella (amenazadora). —Ahora, ¿qué?

El Tipo (tranquilamente).— Ahora no te quiero como antes.

Ella. —¿Y cómo me querés, entonces?

El Tipo (con mucha dulzura).— Te quiero… ver lejos…

Ella. —Un descarado como vos no he conocido nunca.

El Tipo. —Por eso siempre te recomendé que viajaras. Viajando se instruye uno. Pero no vayas a viajar en ómnibus, ni en tranvía. Tomá un vapor grande, grandote, y andate… andate lejos.

Ella (furiosa). —¿Y por qué me besabas, entonces?

El Tipo. —Ejem… Eso es harina de otro costal…

Ella. —Parecés panadero.

El Tipo. —Yo te besaba, porque si no te besaba vos ibas a decir con tus amigas: «Ven qué hombre más zonzo; ni me besa»…

Ella (resoplando). —¡Yo no sé como no te mato! ¿Así que vos me besabas por gusto de besarme?

El Tipo. —No exageremos. Algo también me gustaba… Pero no tanto como vos creés…

Ella. —Se puede saber, decime, ¿dónde te has criado? Porque vos no tenés vergüenza. No la has tenido nunca. Ignorás lo que es la vergüenza.

El Tipo. —Sin embargo, yo soy muy tímido… Ya ves cuánto cavilo antes de mandarte al diablo… No, al diablo, no, querida; no te disgustés… es una forma de decir.

Ella (agarrándose al tema). —De modo que vos me besabas a mí…

El Tipo. —¡Dios mío! Si uno tuviera que dar cuenta de los besos que ha dado, tendría que estar en presidio quinientos años. Vos parecés norteamericana.

Ella. —¡Norteamericana! ¿Por qué?

El Tipo. —Porque allá le pegás un beso a un palo de escoba y izas! la única indemnización tolerada es el casamiento… de modo que a los besos no les des importancia. Ahora, si yo hubiera echado a perder tu inocencia, sería otra cosa…

Ella. —Yo no soy inocente. Inocentes son los locos y los bobos…

El Tipo. —Convengamos que decís una verdad grande como una casa. Y luego me reprochás de ser injusto. Te doy la razón, querida. Sí, te la doy ampliamente. ¿Qué pecado me reprochás, entonces? ¿El que te haya dado unos besos?

Ella. —¿Unos besos? Si fueron como cuarenta.

El Tipo. —No… Estás mal, o tengo que suponer que vos no entendés de matemáticas. Pongamos que son diez besos… Y estaremos en la cuenta. Y tampoco llegan a diez. Además no valen porque son ósculos paternales… Y ahora, después de enojarte que te haya besado, te enojás porque no quiero seguir besándote. ¿Quién las entiende a ustedes las mujeres?

Ella. —Me enojo porque me querés abandonar infamemente.

El Tipo. —Yo no te di más que unos besos para que vos no les dijeras a tus amigas que yo era un tipo zonzo. No tengo otro pecado sobre mi conciencia. ¿Qué me recriminás? ¿Se puede saber? A mí no me gusta hacer comedias. Vos te aburrís en tu casa, te encontrás conmigo y te me pegoteás como si yo fuera tu padre. Y yo no quiero ser tu padre. Yo no quiero tener responsabilidades. Soy un hombre virtuoso, tímido y tranquilo. Me gusta abrir la boca como un papanatas frente a un pillo que vende grasa de serpiente o cacerolas inoxidables. Vos, en cambio, te empeñás en que te jure amor eterno. Y yo no quiero jurarte amor eterno ni transitorio. Quiero andar atorranteando tranquilamente solo, sin una tía a la cola que me cuenta historias pueriles y manidas… y que porque me des un beso de morondanga me hacés pleitos que si me hubieras prestado a interés compuesto los tesoros de Rotschild.

Ella. —Pero vos sos imposible…

El Tipo. —Soy un auténtico hombre honrado.

Aguafuertes ejemplos
Aguafuertes ejemplos

EL QUE SIEMPRE DA LA RAZON

Hay un tipo de hombre que no tiene color definido, siempre le da a usted la razón, siempre sonríe, siempre está dispuesto a condolerse con su dolor y a sonreír con su alegría, y ni por broma contradice a nadie, ni tampoco habla mal de sus prójimos, y todos son buenos para él, y, aunque se le diga en la propia cara: «¡Usted es un hipócrita!» es imposible hacerle abandonar su estudiada posición de ecuanimidad.

Incluso cuando habla parece llenarse de satisfacción, y da palmaditas en las espaldas de los que escuchan como si quisiera hacerse perdonar la alegría con que los agasaja.

Esta efigie de hombre me produce una sensación de monstruo gelatinoso, enorme, con más profundidades que el mismo mar.

No por lo que dice, sino por lo que oculta.

Obsérvelo.

Siempre busca algo con que halagar la vanidad de sus prójimos. Es especialista en descubrir debilidades, no para vituperarlas o corregirlas, sino para elogiarlas y echarles aceite como a la ensalada.

Es usted haragán. Pues el tipo le dirá:

—¡Qué macanudo «fiacún» es usted! Lo envidio, Jefe…

En cambio, usted tiene la pretensión de ser buen mozo. El fulano lo encuentra, y, parándolo, le pone las dos manos en las coyunturas de los brazos, lo mira dulcemente y exclama:

—¡Qué elegante está usted hoy! ¡Qué bien! ¿Dónde compró esa magnífica corbata? Hombre dichoso.

Usted camina preocupado de encontrarse enfermo. Mi monstruo localiza su obsesión y exclama, casi indignado:

—¿Enfermo usted? No chacotee. ¡Qué va a estar enfermo! Enfermo estoy yo.

E ipso facto desembucha tal colección de enfermedades, que usted casi lo mira con terror… y contento de hallarse doliente de una sola enfermedad.

Se me dirá: «Son características de individuo enfermo, débil».

Más que hombre mi individuo es una enredadera, lenta, inexorable, avanzadora. Puede cortarle todos los retoños que quiera, puede ofender a esta enredadera, del mejor modo que le dé la gana. Es inútil. El monstruo no reaccionará.

Crece con lentitud aterradora. Clava las raíces y crece. Inútil que el medio le sea adverso, que nadie quiera ayudarlo, que lo desprecien, que le den a entender que lo peor puede esperarse de él. Tiempo perdido. La enredadera, a cambio de injurias, le devolverá flores, perfume, caricias. Usted lo despreció y él se detendrá un día asombrado ante usted, exclamando:

—¿Quién es su sastre? ¡Qué magnífico traje le ha cortado! Sinvergüenza, no hay derecho a ser tan elegante.

Usted dice un mal chiste; el hombre se ríe, lo «lomea» y después de ser casi víctima de una congestión por exceso de risa, dice:

—¡Qué gracioso es usted!… ¡Qué bárbaro!…

Y nuevamente vuelve a ser víctima de un ataque de risa, que le sube desde el vientre hasta la nuca.

Está bien con todos. Algunos lo desprecian, otros lo compadecen, rarísimos lo estiman, y a la mayoría le es indiferente. El, más que nadie, tiene perfecto conocimiento de la repulsión interna que suscita, y avanza

con más precauciones que una araña sobre la red que extrae de su estómago.

Está bien con todos. Puede usted comunicarle un secreto, en la seguridad que él lo embuchará más celosamente que una caja de hierro.

Puede usted hacerle una barrabasada. Antes de que tenga tiempo de disculparse, él le dirá:

—Comprendo. Olvidemos. Somos hombres. Todos fallamos. ¡Ja, ja! ¡Qué rico tipo!

Imperceptiblemente sus gajos van prendiendo. Enroscándose a las defensas fijas. No es necesario verle a él, para comprender dónde se encuentra. Más aceitoso que una biela, se corre de un punto a otro con tal eficacia de elasticidad, que allí donde haya alguien a quien festejar o adular allí tropezaréis con su sonrisa amplia, ojos encandilados y sonrientes, y manos beatíficamente cruzadas sobre el pecho.

No le sorprenderán en ninguna contradicción; salvo las contradicciones inteligentes en que él mismo incurre para darle razón a su adversario y dejarlo más satisfecho de su poder intelectual.

Otros se quejan. Hablan mal de la gente, del destino, de los jefes, de los amigos. El, de la única persona de quien habla mal es de sí mismo. Los demás, para los demás, exuda no sé de qué zona de su cuerpo tal extensión de aceite, que en cuanto alguien encrespa una palabra él ahoga la tempestad del vaso de agua con un barril de grasa.

Dije que este hombre era un monstruo, y que me infundía terror, terror físico, igual que una pesadilla, porque adivinaba en él más profundidades que las que tiene el mar.

Efectivamente: ¿se lo imaginan ustedes a este bicharraco enojado? ¿O tramando una venganza?

«La procesión va por dentro.» Exteriormente sonríe como un ídolo chino, eternamente.

¿Qué es lo que desenvuelve dentro de él? ¿Qué tormentas? No me lo imagino… puede estar usted seguro que en la soledad, en ese semblante que siempre sonríe, debe dibujarse una tal fealdad taciturna, que al mismo diablo se le pondrá la piel fría y mirará con prevención a su esperpento sobre la tierra: el hipócrita.

Roberto Arlt obras
Roberto Arlt obras

LA SEÑORA DEL MEDICO

Teléfono. —Grinnn… grinnn… grin… Notero. —¡Al diablo con el teléfono!

Teléfono. —Grinnn… grinn… grin…

Notero. —¡Hola!… Sí: con Arlt… Hable no más…

Desconocido. —Señor Arlt, perdone que lo moleste. Entre romperle la cabeza de un palo a mi mujer o contarle lo que me pasa, he optado por esto último… Deseo que le haga una nota a mi mujer…

Notero. —¿A su señora?…

Desconocido. —Sí; a mi legítima esposa. Permítame que me presente. Soy médico.

Notero. —Tanto gusto.

Médico. —Soy médico… y no se ría, señor Arlt; acaba de ocurrirme con mi mujer, el suceso más estrafalario que pueda presentársele a un profesional. Tan estrafalario, que ya le he dicho: entre romperle la cabeza

a mi esposa de un palo, o confiarme a usted, opto por lo último. Asegúrese al aparato, no se vaya a caer de espaldas.

Notero. —Ya estoy hecho a noticias bombas, de manera que no me sorprenderá. Hable.

Médico. —Bueno; en estos momentos, mi señora está terminando de vestirse para ir a consultar a un curandero.

Notero. —¡Qué formidable! Usted es médico y ella…

Médico. —Y ella está terminado su «toilette» en compañía de una amiga, para ir a lo de un desvergonzado, que se las da de naturalista, con el objeto de que le adivine qué enfermedad padece, la cual, entre paréntesis, consiste en unas eczemas, naturalmente duras de curar, debido a que es diabética.

Lo maravilloso del caso, es que el tipo ese dice diagnosticar las enfermedades por la forma de la letra y el nombre de los pacientes, y mi mujer es tan simple que se lo cree, y no sólo se lo cree, sino que, además, me hace un drama para que le permita visitar a ese tremendo pillete, que vive en Villa Domínico, y no cobra la consulta, pero receta yuyitos que un cómplice suyo, en la herboristería de la esquina, vende a peso de oro.

Notero. —Realmente es divertido su problema.

Médico. —Usted comprende que uno no ha cursado los seis años de escuela primaria y otros seis de bachillerato, más otros siete de Universidad, para terminar fracturándole el cráneo a su legítima esposa. Es incompatible con la profesión; de manera que le agradecería profundísimamente se molestara en escribir una nota sobre este caso, demostrativo de que hasta las mujeres de los médicos tienen aserrín en el cerebro.

Notero. —Encantado, señor. Precisamente estaba rumiando un poco de bilis, de manera que usted quedará complacido, porque creo que me va a salir una nota chisposa de bronca.

Las necias se mueren por los charlatanes. Como las necias abundan, el problema del hombre inteligente es mucho más grave de lo que puede suponerse. Los charlatanes son los únicos individuos que acaparan la atención de las frívolas y mentecatas. El autor de estas líneas no sabe a qué anomalía atribuir semejante fenómeno. ¿Se debe a la mentalidad casi infantil de las damnificadas? ¿O a su poca facilidad para concentrarse en los temas serios?

Una mujer duda del marido, del novio, del hermano y del padre, pero tropieza en su camino con un desvergonzado locuaz, pirotecnia pura, gestos melodramáticos, apostura estudiada, teatralidad estilo novela de esa pavota llamada Delly, y padre, novio o marido, quedan anulados por el charlatán.

No hay nada que hacer. El charlatán ataca directamente la imagina—

un poco de salame a mediodía, donde los tomaba la hora, y luego marchaban, marchaban infatigablemente hasta el oscurecer, en que se recogían.

Después pasaron muchos meses. No volví a verlos, hasta que un año después apareció el viejo, pero tan ancianizado que parecía una momia. El hijo no lo acompañaba. Se había muerto de enfermedad larga. Todas las economías se fueron al diablo. Estaba tan enormemente triste, que de pronto le dijo a mi madre:

—Yo ya no boner esberanza en trabajo. Jugar lotería ahora. Mi no bolber a Turquía.

El turco es soñador por naturaleza. De allí que sea jugador. Y a ello se une su vida: una vida de trabajo que es desmoralizadora en su más alto grado, y para la cual se requieren una serie de fuerzas que pronto se acaban.

Y para dejar de trabajar de una vez, trabaja y juega. Trabaja para poder jugar. Se juega semana por semana, jugada por jugada, hasta el último centavo de ganancia que le ha quedado.

Y luego empieza otra vez. ¿No ha sido ahora? ¡Será mañana ¿Quién lo sabe? El azar de los números sólo Dios lo conoce…

Por eso juega. No es sólo la emoción, como en el jugador histérico, para quien el juego es un placer nervioso puramente, sino que para el turco es una posibilidad de enriquecimiento súbito. Cuando gane no jugará más, y esto es lo que lo diferencia del jugador criollo que, gane o pierda, se jugaría hasta el alma si se la acepta el quinielero o el banquero.

De allí que en las tardes de verano, cuando el sol raja la tierra, y los caballos adormecen a la sombra de los árboles, insensibles al sol y a las nubes de polvo, avanza el turco con su carga y su fatiga que le cubre de agua el semblante. No le importa. Aguanta y avanza, pensando en un número, en un número que le permita volver rico a esa Turquía que en mi imaginación infantil era una ciudad redonda, rodeada de agua azul, y con muchas iglesias doradas…

fotos antiguas argentina
Aguafuertes porteñas

EL PLACER DE VAGABUNDEAR

Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: «No toda es vigilia la de los ojos abiertos».

Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el «crosta» de botines destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra. Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.

Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.

Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!

Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad. Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.

El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija.

Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto… el secreto que los mueve a través de la vida como fantoches.

A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el plato.

Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.

Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa.

Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.

Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.

La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta…

Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de «la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los tontos.

Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran.

Obras de Roberto Arlt
Aguafuertes porteñas

¡ATENTI, NENA, QUE EL TIEMPO PASA!

Hoy, mientras venía en el tranvía, carpeteaba a una jovenzuela que, acompañada por el novio, ponía cara de hacerle un favor a éste permitiéndole que estuviera al lado. En todo el viaje no dijo otra palabra que no fuera sí o no. Y para ahorrarse saliva movía la «zabeca» como mula noriega. El gil que la acompañaba ensayaba todo el arte de conversación, pero al ñudo; porque la nena se hacía la interesante y miraba al espacio como si buscara algo que fuera menos zanahoria que el acompañante.

Yo meditaba broncas filosóficas al tiempo que pensaba. En tanto las cuadras pasaban y el Romeo de marras venía dale que dale, conversando con la nena que me ponía nervioso de verla tan consentida. Y sobrándola, yo le decía «in mente»:

—Nena, no te hablaré del tiempo, del concepto matemático del rantifuso tiempo que tenían Spencer, Poincaré, Einstein y Proust. No te hablaré, del tiempo espacio, porque sos muy burra para entenderme; pero atendé estas razones que son de hombre que ha vivido y que preferiría vender verdura a escribir:

«No lo desprecies al tipo que llevás al lado. No, nena; no lo desprecies.

«El tiempo, esa abstracción matemática que revuelve la sesera a todos los otarios con patentes de sabios, existe, nena. Existe para escarnio de tu trompita que dentro de algunos años tendrá más arrugas que guante de vieja o traje de cesante.

«¡Atenti, piba, que los siglos corren!

«Cierto es que tu novio tiene cara de zanahoria, con esa nariz fuera de ordenanza y los «tegobitos» como los de una foca. Cierto que en cada fosa nasal puede llevar contrabando, y que tiene la mirada pitañosa como sirviente sin sueldo o babión sin destino, cierto que hay muchachos más lindos, más simpáticos, más ranas, más prácticos para pulsar la vihuela de tu corazón y cualquier cosa que se le ocurra al que me lee. Cierto es.

Pero el tiempo pasa, a pesar de que Spencer decía que no existía y Einstein afirme que es una realidad de la geometría euclidiana que no tiene minga que ver con las otras geometrías… ¡Atenti, nena, que el tiempo pasa! Pasa. Y cada día merma el stock de giles. Cada día desaparece un zonzo de la circulación. Parece mentira, pero así no más es.

«Te adivino el pensamiento, percalera. Es éste: “Puede venir otro mejor”…

«Cierto… Pero pensá que todos quieren tomarle tacto a la mercadería, pulsar la estofa, saber lo que compran para batir después que no les gusta, y ¡qué diablo! Recordate que ni en las ferias se permite tocar la manteca, que la ordenanza municipal en los puestos de los turcos bien claro lo dice: “Se prohibe tocar la carne”, pero que esas ordenanzas en la caza del novio, en el clásico del civil, no rezan, y que muchas veces hay que infringir el digesto municipal para llegar al registro nacional.

«¿Que el hombre es feo como un gorila? Cierto es; pero si te acostumbrás a mirarlo te va a parecer más lindo que Valentino. Después que un novio no vale por la cara, sino por otras cosas. Por el sueldo, por lo empacador de vento que sea, por lo cuidadoso del laburo… por los ascensos que puede tener… en fin… por muchas cosas. Y el tiempo pasa, nena. Pasa al galope; pasa con bronca. Y cada día merma el stock de los zanahorias; cada día desaparece de la circulación un zonzo. Algunos que se mueren, otros que se avivan… »

Así iba yo pensando en el bondi donde la moza las iba de interesante por el señor que la acompañaba. Juro que la autoengrupida no pronunció media docena de palabras durante todo el viaje, y no era yo sólo el que la venía carpeteando, sino que también otros pasajeros se fijaron en el silencio de la fulana, y hasta sentíamos bronca y vergüenza, porque el mal trago lo pasaba un hombre, y ¡qué diablos! al fin y al cabo, entre los leones hay alguna solidaridad, aunque sea involuntaria.

En Caballito, la niña subió a una combinación, mientras que el gil se quedó en la acera esperando que el bondi rajara. Y ella desde arriba y él desde la rúa, se miraban con comedia de despedida sin consuelo. Y cuando el gaita mótorman arrancó, él, como quien saluda a una princesa, se quitó el capelo mientras que ella digitaleaba en el espacio como si se alejara en un «píccolo navío».

Y fijándome en la pinta déla dama, nuevamente reflexioné:

—¡Atenti, nena, que el tiempo raja! Todavía estás a tiempo de atrapar al zonzo que tratás con prepotencia, pero no te ilusiones.

«Vienen años de miseria, de bronca, de revolución, de dictadura, de quiebras y de concordatos. Vienen tiempos de encarecimientos. El que más, el que menos, galgueará en la rúa en busca del sustento cotidiano. No seas, entonces, baguala con el hombre, y atendelo como es debido. Meditá. Hoy, todavía, lo tenés al lado; mañana podés no tenerlo. Conversalo, que es lo que menos cuesta. Pensá que a los hombres no les gustan las novias silenciosas, porque barruntan que bajo el silencio se esconde una mala pécora y una tía atimada, zorrina y broncosa. ¡Atenti, nena; que el tiempo no vuelve!…».

Roberto Arlt, autor de Aguafuertes porteñas
Aguafuertes porteñas

EL HOMBRE CORCHO

El hombre corcho, el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los acontecimientos turbios en que está mezclado, es el tipo más interesante de la fauna de los pilletes.

Y quizá también el más inteligente y el más peligroso. Porque yo no conozco sujeto más peligroso que ese individuo, que, cuando viene a hablaros de su asunto, os dice:

—Yo salí absuelto de culpa y cargo de ese proceso con la constancia de que ni mi buen nombre ni mi honor quedaban afectados.

Bueno, cuando malandra de esta o de cualquier otra categoría os diga que «su buen nombre y honor no quedan afectados por el proceso», pónganse las manos en los bolsillos y abran bien los ojos, porque si no les ha de pesar más tarde.

Ya en la escuela fue uno de esos alumnos solapados, de sonrisa falsa y aplicación excelente, que cuando se trataba de tirar una piedra se la alcanzaba al compañero.

Siempre fue así, bellaco y tramposo, y simulador como él solo.

Este es el mal individuo, que si frecuentaba nuestras casas convencía a nuestras madres de que él era un santo, y nuestras madres, inexpertas y buenas, nos enloquecían luego con la cantinela:

—Tomá ejemplo de Fulano. Mirá qué buen muchacho es.

Y el buen muchacho era el que le ponía alfileres en el asiento al maestro, pero sin que nadie lo viera; el buen muchacho era el que convencía al maestro de que él era un ejemplo vivo de aplicación, y en los castigos colectivos, en las aventuras en las cuales toda la clase cargaba con el muerto, él se libraba en obsequio a su conducta ejemplar; y este pillete en semilla, este malandrín en flor, por «a», por «b» o por «c», más profundamente inmoral que todos los brutos de la clase juntos, era el único que convencía al bedel o al director de su inocencia y de su bondad.

Corcho desde el aula, continuará siempre flotando; y en los exámenes, aunque sabía menos que los otros, salía bien; en las clases igual, y siempre, siempre sin hundirse, como si su naturaleza física participara de la fofa condición del corcho.

Ya hombre, toda su malicia natural se redondeó, perfeccionándose hasta lo increíble.

En el bien o en el mal, nunca fue bueno; bueno en lo que la palabra significaría platónicamente. La bondad de este hombre siempre queda sintetizada en estas palabras:

«El proceso no afectó ni mi buen nombre ni mi honor».

Allí está su bondad, su honor y su honradez. El proceso no «los afectó». Casi, casi podríamos decir que si es bueno, su bondad es de carácter jurídico. Eso mismo. Un excelente individuo, jurídicamente hablando. ¿Y qué más se le puede pedir a un sinvergüenza de esta calaña?

Lo que ocurrió es que flotó, flotó como el maldito corcho. Allí donde otro pobre diablo se habría hundido para siempre en la cárcel, en el deshonor y la ignominia, el ciudadano Corcho encontró la triquiñuela de la ley, la escapatoria del código, la falta de un procedimiento que anulaba todo lo actuado, la prescripción por negligencia de los curiales, de las aves negras, de los oficiales de justicia y de toda la corte de cuervos lustrosos y temibles. El caso es que se salvó. Se salvó «sin que el proceso afectara su buen nombre ni su honor». Ahora sería interesante establecer si un proceso puede afectar lo que un hombre no tiene.

Donde más ostensibles son las virtudes del ciudadano Corcho es en las «litis» comerciales, en las trapisondas de las reuniones de acreedores, en los conatos de quiebras, en los concordatos, verificaciones de créditos, tomas de razón, y todos esos chanchullos donde los damnificados creen perder la razón, y si no la pierden, pierden la plata, que para ellos es casi lo mismo o peor.

En estos líos, espantosos de turbios y de incomprensibles, es donde el ciudadano Corcho flota en las aguas de la tempestad con la serenidad de un tiburón. ¿Que los acréedores se confabulaban para asesinarlo? Pedirá garantías al ministro y al juez. ¿Que los acreedores quieren cobrarle? Levantará más falsos testimonios que Tartufo y su progenitor ¿Que los falsos acreedores quieren chuparle la sangre? Pues, a pararse, que si allí hay un sujeto con derecho a sanguijuela, es él y nadie más. ¿Que el síndico no se quiere «acomodar»? Pues, a crearle al síndico complicaciones que lo sindicarán como mal síndico.

Y tanto va y viene, y da vueltas, y trama combinaciones, que al fin de cuentas el hombre Corcho los ha embarullado a todos, y no hay Cristo que se entienda. Y el ganancioso, el único ganancioso, es él. Todos los demás ¡van muertos!

Fenómeno singular, caerá, como el gato, siempre de pie. Si es en un asunto criminal, se libra con la condicional; si en un asunto civil, no paga ni el sellado; si en un asunto particular, entonces, ¡qué Dios os libre!

Tremendo, astuto y cauteloso, el hombre Corcho no da paso ni puntada en falso.

Y todo le sale bien. Así como en la escuela pasaba los exámenes aunque no supiera la lección, y en el examen siempre acertó por una bolilla favorable, este sujeto, en la clase de la vida, la acierta igualmente. Si se dedicó al comercio, y el negocio le va mal, siempre encuentra un zonzo a quien endosárselo. Si se produce una quiebra, él es el que, a pesar de la ferocidad de los acreedores, los arregla con un quince por ciento a pagar en la eternidad, cuando pueda o cuando quiera. Y siempre así, falso, amable y terrible, prospera en los bajíos donde se hubiera ido a pique, o encallado, más de una preclara inteligencia.

¿Talento o instinto? ¡Quién lo va a saber!

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Aguafuertes porteñas

¿NO SE LO DECIA YO?

Siempre que en una casa, por intercesión o culpa de un tercero, ocurre un desbarajuste, no falta un miembro de la familia que exclame, regocijado: —¿No se lo decía yo? Siempre me pareció que esto iba a terminar así. Como es natural, sobre si el referido miembro lo dijo o no lo dijo, se arma otra pelotera de San Quintín; pelotera que en modo alguno aclara el lío, sino que lo enturbia más, pues por efecto de los ánimos explosivos, viene a suscitar nuevos chismes, nuevas historias, nuevos coscorrones.

Y es que la frase trae siempre a colación una primera impresión: primera impresión que se desechó por inútil, ya que el semblante nuevo es como una tierra desconocida que, por sus accidentes, permite juzgar de su topografía, de sus posibilidades transitables y de otras tantas condiciones que se relacionan con la vida.

De ahí, que muchos, cuando se encuentran en presencia de un rostro nuevo, es como si de pronto, tuvieran ante los ojos un mapa; mapa que les permite, en el aturdimiento de las palabras que se cambian por primera vez, intuir las virtudes o los vicios de ese nuevo desconocido que se mueve en las voces y los gestos y los rasgos faciales.

Son gentes que llegan hasta adivinar cosas ajenas. No se trata de magos n¡ de brujos, de quirománticos ni de astrólogos, sino de intuitivos, como explicaremos más adelante.

Para ellos la cara de un individuo es como un libro abierto, con letras grandes y con figuritas explicativas. Por eso difícilmente se equivocan. Y esa habilidad extraordinaria la han desarrollado hasta lo maravilloso por su ilimitado amor a la alacranería. Porque no es posible hablar muy bien ni mal de la gente si uno no conoce a su víctima. Y el afán de alacranear se hace tan intenso, que los alacranes aprenden a reconocer a la gente con una certeza y una rapidez inconcebible. Así largan su baba de maledicencia, y así, también, demuestran sus dotes proféticas cuando dicen: «¿No se lo decía yo?»

Y es que cuando un individuo, un poco sensible, comienza a manifestar sus primeras impresiones, resulta frecuentemente que se le tacha de venenoso o de alacrán; y cuando sus profecías se confirman, se le mira con una rabieta mal disimulada; esa rabieta con que juzgaríamos a un hombre que nos pudo salvar de un peligro y que no lo hizo, aunque sabemos perfectamente que el «intuitivo» no tuvo la culpa, ya que bien nos lo advirtió.

Lo cual, entre paréntesis, no es ningún mérito, ya que la gente, por lo general, es más bien mala que buena, y entonces menos peligro de equivocarse se corre pensando desfavorablemente de la humanidad que de un modo optimista.

Según los manuales de ciencias ocultas y de psicología trascendental, los intuitivos son personas de gran sensibilidad y cultura, gente cuyo refinamiento interior y exterior les permite juzgar, a simple vista, de la mentalidad de sus semejantes. Esto, según la psicología; porque, según los libros de ciencias ocultas, esas intuiciones son el producto de una vida pura, física y mentalmente hablando.

Pero yo he descubierto que eso debe ser puro macaneo, o macaneo libre de gente que necesita escribir un libro, y, sobre escribirlo, venderlo.

Y hago esta brusca proposición porque he observado que en los barrios de nuestra ciudad las que desempeñan tal tarea profética no son personas de extraordinaria cultura ni vida interior semejante a la del Buda o de Cristo, sino viejas de nariz ganchuda, ancianas temibles por lo chismosas, de sonrisa meliflua, que a cada mudanza que se efectúa en el barrio, se asoman envueltas en una pañoleta, a la puerta de calle y con una sonrisa burlona, aguzando como destornilladores sus ojillos grises, controlan todos los trastos que los faquines bajan de los carros.

Otras vecinas, igualmente curiosas, mosquetean la descarga, y la vieja intuitiva reserva la opinión hasta la tarde.

Al día siguiente, la de la ganchuda nariz y lengua de lezna, observa a sus nuevos vecinos con sonrisa afectuosa. Pasa, de intento, tres veces frente a la casa, para notar de qué modo visten las mujeres, para verles las caras, y luego, prudente, friolera, se recoge. Ha formado opinión.

Y al otro día, en la carnicería, cuando todas las amigas hacen rueda en torno del bofe o de un repollo, mientras que la mujer del carnicero vigila el puesto de verdura, la vieja, al ser interrogada, contesta.

—Me parecen unos tramposos.

Y lo curioso es que la maldita viejezuela acierta.

Otras veces, el estudio psicológico se refiere al novio de la niña.

La anciana metomentodo observa dos o tres días la cara del galán, y luego, un día, cuando se habla de bodas y de noviazgos, y en la conversación se entremezcla el futuro del matrimonio de la mocita que despierta todas las envidias de sus amigas, la de la nariz ganchuda dice:

—El corazón me da que el mozo ese la va a plantar con la ropa comprada.

Y así ocurre. Un buen día, el bergante desaparece, y todas las comadres, recordando la predicción de la condenada vieja, exclaman:

—Pero, ¿había visto? ¡Qué olfato tiene doña María!

Y es que doña María, o doña X, se pasa la vida estudiando la vida del prójimo. Y la estudia con apasionamiento inconsciente en todos los detalles exteriores que permiten hacer deducciones profundas, y llega un momento en que ve con más claridad en las vidas de los otros que en la propia.

PADRES NEGREROS

He sido testigo de una escena que me parece digna de relatarse.

Un amigo y yo solemos concurrir a un café que atiende el propietario del mismo, su mujer y dos hijos. De los hijos, el mayor tendrá nueve años, el menor, siete. Mas los mocosos se desempeñan como mozos auténticos, y no hay nada que decir del servicio, como no ser que en los intervalos las criaturas aprovechan para hacer pavadas, que, gracias al diablo, al padre y a la madre, ni tiempo de hacer macanas dignas de su edad tienen.

¿Qué macanas? Trabajar. Hay que ver al padre. Tiene cara meliflua y es de esos hombres que castigan a los hijos con una correa, mientras les dicen despacito al oído: «Cuidado con gritar, ¿eh?, que si no te mato». Y lo más grave es que no los matan, sino que los dejan moribundos a lonjazos.

La madre es una mujer gorda, ceño acentuado, bigotes, brazos de jamón y ojos que vigilan el centavo con más prolijidad que si el centavo fuera un millón. Hombre y mujer se llevan admirablemente. Os recuerdan el matrimonio Thenardier, el posadero que decía: «Al viajero hay que cobrarle hasta las moscas que su perro se come». No piensan nada más que en el maldito dinero. Habría que encerrarlos en una pieza llena de discos de oro y dejarlos morir de hambre allí dentro.

Mi amigo suele dejar varias monedas de propina. No es pobre. Bueno: yo creo que el chico que nos servía cometió la imprudencia de decirle al padre eso, porque ayer, cuando nos sentamos, nos sirvió el mocoso, pero en el momento de levantarnos y dejar paga la consumición, preciso instante en que el chico venía para recoger las monedas, el padre, que vigilaba un gato o una paloma distraída, el padre se precipitó, le dio una orden al chico, y, ¡fíjese bien!, sin contar el dinero, para ver si estaba o no justo el pago de la consumición, se lo echó al bolsillo. El chico miró lastimeramente en nuestra dirección.

Mi amigo vaciló. Quería dejar una propina para el mocito; y entonces yo le dije:

—No. No hay que hacer eso. Dejá que el chico juzgue al padre. Si vos le dejás propina, la impresión penosa que tuvo se borra inmediatamente. En cambio, si no le dejás propina, no se olvidará nunca de que el padre le «robó» por prepotencia dos moneditas que él sabe perfectamente estaban allí para él. Es necesario que los hijos juzguen a sus padres. ¿Pensás que las injusticias se olvidan? Algún día, ese chico que no ha tenido infancia, que no ha tenido juegos apropiados a su edad, que fue puesto a trabajar en cuanto pudo servir al prójimo, algún día el chico ese odiará al padre por toda la explotación inicua de que lo hizo víctima.

Luego nos separamos; pero me quedé pensando en el asunto.

Recuerdo que otra mañana encontré en una calle de Palermo a un carnicero gigantesco que entregaba una canasta bastante cargada de carne a un chico hijo suyo, que no tendría más de siete años de edad. El chico caminaba completamente torcido, y la gente (¡es tan estúpida!) sonreía; y el padre también. En fin, el hombre estaba orgulloso de tener en su familia, tan temprano, un burro de carga, y sus prójimos, tan bestias como él, sonreían, como diciendo:

—¡Vean, tan criatura y ya se gana el pan que come!

Pensé hacer una nota con el asunto; luego otros temas me hicieron olvidarlo, hasta que el otro acto me lo recordó.

Cabe preguntarse ahora, si estos son padres e hijos, o qué es lo que son. Yo he observado que en este país, y sobre todo entre las familias extranjeras, el hijo es considerado como un animal de carga. En cuanto tiene uso de razón o fuerzas «lo colocan». El chico trabaja y los padres cobran. Si se les dice algo al respecto, la única disculpa que tienen estos canallas es:

—Y… ¡hay que aprovechar mientras que son chicos! Porque cuando son grandes se casan y ya no se acuerdan más del padre que les dio la vida ( Como si ellos hubieran pedido antes de ser que les dieran la vida ).

Y cuando son chicos se les hace trabajar porque alguna vez serán grandes; y cuando son grandes, tienen que trabajar, porque si no ¡se mueren de hambre!…

Por lo general, el chico trabaja. Se acostumbra a agachar el lomo. Entrega la quincena íntegra, con rabia, con odio. En cuanto hace el servicio militar, se casa y no quiere saber nada con «los viejos». Los detesta. Ellos le agriaron la infancia. El no lo sabe, pero los detesta, inconscientemente.

Vaya usted y converse con esos centenares de muchachos trabajadores. Todos le dirán lo mismo: «Desde que yo era un purrete, me metieron al yugo». Hay padres que han explotado bárbaramente a los hijos. Y los que hicieron una fortuna no les importa un ardite el odio de los hijos. Dicen: «Tenemos plata y nos respetarán».

Hay casos curiosos. Conozco el de un colchonero que posee diez o quince casas. Es rico hasta decir basta. El hijo se desgarró. Ahora es un borrachín. A veces, cuando está en curda, asoma la cabeza entre los colchones y le grita al padre, que está cardando lana:

—¡Cuando revientes, con tu plata los voy a vestir de colorado a todos los borrachos de Flores! Y las casitas, ¡las vamos a convertir en vino!

Se explican estas monstruosidades. ¡Claro! La relación entre estos padres e hijos ha sido mucho más agria que entre un patrón exigente y un operario necesitado. Y estos hijos están deseando que «reviente» el padre para malgastar en un año de haraganería la fortuna que él acumuló en cincuenta de trabajo odioso, implacable, tacaño.

Obras de Roberto Arlt
Aguafuertes porteñas

«LABURO» NOCTURNO

Tengo un amigo, Silvio Spaventa, que, sin grupo, es un caso digno de observación frenopática.

Trabaja después de haberse tirado veinticinco años a la bartola. Cómo y cuándo, yo no sé, mas sí estoy en antecedentes de que la familia, el día que se enteró de que el nene laburaba, creyó que le había dado un ataque de enajenación mental, y avisaron al médico de la casa. Numerosas personas pasaron de visita para informarse de si se trataba de un caso que entraba en los dominios del doctor Cabred, o de si la noticia era una simple y fortuita bola que el azar había echado a correr por el pavimento de la ciudad.

Pero no; la bola no era grupo, el laburo tampoco era ataque de enajenación, y los vecinos, después de carpetear durante una semana el caso, se llamaron a sosiego, y en la actualidad el fenómeno sigue intrigando únicamente a los parientes, que cuando se encuentran con el vago le espetan a boca de jarro, como yo he tenido oportunidad de escuchar, la siguiente pregunta:

—¿Así que trabajás? ¿Te has vuelto loco?

Los parientes, como es natural, han yugado siempre. Pero se acostumbraron a ver que el otro no trabajaba, y ahora se asombran con el mismo asombro con que quedaría estupefacta una gallina de ver que el pollo, nacido de un huevo de pato, anda por el agua sin ahogarse.

Y tanto y tanto han carpeteado el asunto, que a pedido del amigo me veo obligado a explicar por qué y cómo labura… y debido a qué razones su caso escapa a la frenopatía, a la enajenación y penetra en el mundo de los casos racionales y perfectamente «manyados» por la casi totalidad de los ciudadanos de este país.

«La ventaja de hacer una nota sobre por qué trabajo —me ha dichoconsiste en que me ahorro el laburo de explicar a todos los consanguíneos las razones por qué trabajo. En cuanto me los encuentre y me pregunten, como pienso comprar doscientos ejemplares de El Mundo, les entrego la hoja recortada y pianto.»

—Trabajo —me dice el amigo— de nueve a dos de la madrugada. Es decir, a la hora en que todo el mundo entra al «feca» o apoliya. Es decir: trabajo en unas horas en que casi nadie trabaja, que es como no trabajar. Porque —¿vos te das cuenta?— tengo el día disponible. Puedo dormir mientras «Febo la cresta dora». Y duermo. A las tres de la tarde, me levanto y salgo a ventilarme; luego, a las nueve, entro a la oficina y salgo a las dos. Ahora bien; a mí lo que me revienta es el trabajo a horario, la recua, eso de levantarse a las siete de la mañana como todo el mundo, lavarme la cara de prepotencia, meterme en el subte repleto de fulanos ojerosos y ¡che! ¿esperar a que sean las doce para otra vez empezar la cantinela del «córrase más adelante», etc.? ¡No, che! Así no trabajo yo m de ministro. A mí que me den un trabajo que no sea trabajo. Que no tenga las apariencias de tal. ¿Te das cuenta? Tengo psicología… Lo único que pido es que me disfracen el laburo.

—Está bien… Seguí…

—De otro modo es para cianurarse. Yo no me he negado nunca a laburar, pero, eso sí, que me dieran trabajo a mi gusto. Tardé veinticinco años en encontrarlo. ¡Pero lo encontré! Lo que demuestra que cuando uno procede de buena fe y con mejores intenciones, lo que busca no puede menos de encontrarlo alguna vez. Si yo fuera un turro bananero, no trabajaría. Andaría de portuario por los «fecas». Pero no; trabajo. Eso sí, trabajo porque sarna con gusto… es como si farrearas. Lo que hay es que soy un innovador. Un reformador de la humanidad. Pienso: ¿Por qué ha de ir Vicente adonde va la gente? ¿Ves vos las consecuencias de este régimen carcelario? Que a una misma hora un millón de habitantes morfa, media hora después, ese millón, al trote y a los cañonazos, se embute en los tranvías y ómnibus para llegar a horario a la oficina… Y, no es posible, che… ¡no!… Yo estoy contra la uniformidad. A mí, dame variación. Dame la poesía de la noche y la melancolía del crepúsculo y un escolazo a las tres de la matina y una auténtica parrillada criolla a las cuatro horas. Ser o no ser, che. Sin grupo. Ponete en mi lugar…

—Sos un héroe…

—Hacé la nota, que se la enseño al jefe, y vas a ver… ¡es macanudo!… En cuanto la lea se cacha el mondongo de risa… Bueno… Decí que abogo por la abolición del régimen del laburo diurno, que te impide darte unos buenos fomentos al sol y unas sabrosas panzadas de oxígeno. Mirá: vos lo que tenés que hacer es explicar la psicología de un «orre» en la soledad nocturna, gozando el silencio, laburando solito, amarrocando sus mangos para fin de setimana… Eso es lo que tenés que hacer, vos…

Parodiándolo a Nietzsche, que murió solo en un manicomio, puedo yo también decir: «Así hablaba Spaventa». Con meliflua y perrera expresión de hombre de mundo, que sabe lo que es carpetear el destino desde una mesa de café mientras el mozo ladra una letanía broncosa y un «de profundis» asesino por el débito de un capuchino atorrante y dos cafés achicoriosos.

¡Así hablaba Spaventa!… el que ahora trabaja… Después de haberse tirado durante veinticinco años a la bartola. Pero su buena fe ha quedado evidenciada. Que sirva de ejemplo y gozoso testimonio de vida espiritual para todos los curros que en este mundo habemos.

Roberto Arlt obras
Aguafuertes porteñas

EL RELOJERO

Si hay un oficio raro es indudablemente el de relojero, ya que los relojeros no parecen haber estudiado para relojeros sino que han aparecido sobre el mundo conociendo la profesión.

Y no me falta razón.

Conversando hoy con un desconocido, en un ómnibus —señor que resultó ser relojero, relojero auténtico, y no ladrón de relojes—, me decía este señor:

—El oficio de relojero no se aprende. Se trae en la sangre. Y después de traerlo en la sangre, hay que hacer práctica un infinito número de años para dominar perfectamente los mecanismos, ya que de otro modo se pueden echar a perder en vez de componerlos.

De acuerdo con su criterio, le respondí:

—Un relojero será una especie de bicho raro, un «avis rara», como decía Asnorio Salinas.

—No señor, nada de eso. Al contrario; el oficio abunda tanto que para darse cuenta de ello no tiene más que leer las páginas de avisos de los diarios. No se piden nunca relojeros. Y no se piden porque sobran. La profesión está echada a perder. Con decirle que yo he estado nueve meses sin trabajo, buscando empleo de relojero, y eso que soy oficial. Por fin ahora me he acomodado, y me dedico a la especialidad de despertadores.

—¿Cómo? ¿En el oficio hay especialidades?

—Sí, señor. Ponga usted por ejemplo a un hombre que antes de ser relojero ha trabajado de herrador de caballos. Por más práctica que tenga es inútil, no servirá para el trabajo fino y delicado, para componer y refaccionar relojes pulseras de señoras, que tienen las piezas microscópicas. A mí me ha pasado lo mismo. Antes de ser relojero fui remachador de calderas, y naturalmente, la mano estaba un poco viciada.

—Sí, se explica.

—Ahora bien; yo soy un hombre prudente y no me meto en camisa de once varas, de ahí que mi especialidad sean los relojes despertadores.

—¿Y se gana?

—Poco.

Después que me aparté del latoso relojero, me quedé pensando en este gremio misterioso y dueño del tiempo.

Y me quedé pensando, porque más de una vez, recorriendo las calles, me detuve, perplejo, ante un portal, mirando un sujeto que casi siempre tenía condición israelita, y que con un tubo negro en un ojo, remendaba relojes como quien echa medias suelas a un botín. Y no sé de dónde se me ocurrió la idea de que los relojeros, en el fondo, debían ser todos medios anarquistas y fabricantes de bombas de reloj.

Porque en las novelas de Pío Baroja, los relojeros si no son anarquistas son filósofos. Y un relojero filósofo o anarquista no queda mal. En Rusia, al menos en la época del zarismo, todos los relojeros eran sindicados como semirrevolucionarios.

Y es que en el fondo el trabajo de componer relojes es un trabajo filosófico.

Ante todo se necesita la paciencia de un beato o de un angélico, para apechugar con tanta minucia y preocuparse de que ande bien por cierto tiempo, nada más.

Luego, cierta tristeza de vivir.

Porque recordarán ustedes que ese trabajo de corcovado, y de cíclope, ya que el sujeto trabaja con un solo ojo, es agobiador.

Casi todos los relojeros son pálidos, lentos en modales, silenciosos. Las estadísticas policiales no dan nunca un relojero criminal. Me he fijado detenidamente en este fenómeno.

A lo mucho, cuando se irritan en sus hogares, le dan dos puntapiés a la mujer. Pero en ese caso la mujer tiene que ser muy perversa. Si no, no se desmandan jamás.

No les trae el malo ni el buen vino. Cruzan por la vida como entes monjiles, misteriosos, cautos, llenos de un silencio de oro.

Y es que en otros tiempos el oficio de relojero era un trabajo lleno de condiciones misteriosas, y casi sagradas. Si no me equivoco, Carlos V, cuando se desilusionó del mundo y sus pompas, se fue a estropear relojes a un convento.

Y los astrólogos del pasado conocían este arte mecánico y casi mágico. Recuérdese que bajo el reinado de Iván el Terrible, fue un relojero el que confeccionó un aparato para volar; y que el papa Silvestre III también era relojero de afición y tenía en sus jardines un pájaro mecánico, que cantaba desde un árbol de esmeralda. Cierto es que Silvestre III gozaba de fama de ser un poco mago y cultivador de la ciencias ocultas, pero en esa época todo arte un poco delicado recibía el nombré de brujería.

De allí que los relojeros actuales sientan en sus almas esa especie de nostalgia del prestigio que les rodeó en tiempos de la clavícula del Rey Salomón.

Hoy, los relojeros medran en esta ciudad a costa de duras penas. Salvo los aristócratas de la relojería, el resto se ve relegado a innobles cuchitriles donde tienen que lidiar con relojes baratos y de «serie», llenos de defectos, y que requieren un trabajo espantoso para evitar que den las doce antes de hora.

Han descendido en categoría, y casi se les puede equiparar a los remendones de portal a ellos que han «necesitado nueve años de estudio teórico y práctico».

EL HOMBRE DEL APURO

El hombre que «necesita un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta» no es un mito ni una creación de los desdichados que tienen que servirle todos los días un plato humorístico a los lectores de un periódico; no.

El hombre que «necesita un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta», es un fantasma de carne y hueso que pulula en rededor de los Tribunales…

En el momento en que terminaba de escribir la palabra «los tribunales» una ráfaga tibia ha venido de la calle, y el tema del hombre que necesita un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta, se me ha ido al diablo. Y he pensado en el hombre del umbral; he pensado en la dulzura de estar sentado en mangas de camiseta en el mármol de una puerta. En la felicidad de estar casado con una planchadora y decirle:

—Nena, dame quince guitas para un paquete de cigarrillos.

Han venido días tibios. No sé si se han fijado en el fenómeno; pero todos aquellos que tienen un pantalón calafateado, emparchado o taponado, que según las averías del traje se puede definir el género de compostura, remiendo, parche o zurcido; todos aquellos que tienen un traje averiado sobre las asentaderas, meditan con semblante compungido en la brevedad del imperio del sobretodo. Porque no se puede negar: el sobretodo, por rasposo que sea, presta su servicio. Es cómplice y encubridor. Encubre la roña de abajo, las roturas del lienzo. Si siempre hiciera frío, la gente podría prescindir de los sastres y hacerse un traje cada cinco años.

En cambio, con este «vientecillo» tibio, pronóstico de próximos calores, los sobretodos saltan, y no sólo los sobretodos quedan amurados en un rincón del ropero o del bulín, sino que también la fiaca que llevamos infiltrada entre los músculos se despereza y nos hace pensar que de no conseguir… ¡quien pudiera conseguir un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta! ¡Quién pudiera! O estar casado con una planchadora.

Porque todos los consortes de las planchadoras son fiacas declarados. El que más labura es aquel que hace diez años fue cartero. Luego lo exoneraron y no ha vuelto a ¡aburar. Deja que la mujer pare la olla con la cera y el fierro. El, es cesante. ¡Quién fuera cesante! Hace diez años que lo dejaron en la «vía». A todos los que quieran escuchar le cuenta la historia. Luego se sienta en el umbral de la puerta de calle y le mira las gambas a las pebetas que pasan. Pero con seriedad. El no se mete con nadie. No trabajará, como dice la mujer, «pero eso sí: él no se mete con nadie. Más de una ricachona quisiera tener un marido tan fiel».

Uno se explica cómo ocurren los crímenes. Una palabra apareja otra, la otra trae a cuestas una tercera y cuando se acordaron, uno de los actores del suceso está vía a la Chacarita y otro a los Tribunales. Lo mismo ocurre en cuanto uno escribe. De una cosa se salta involuntariamente a la otra, y así, cuando menos pensaba uno, se encuentra frente al tema de la fidelidad de los fiacas. Porque es bien requetecierto: los hombres del umbral, los que no quieren saber ni medio con el trabajo, aquellos que son cesantes profesionales o que esperan la próxima presidencia de Alvear, como anteriormente se esperaba la presidencia de Irigoyen; la nombrada cáfila de «squenunes» helioterápicos, es fiel a la «donna». ¿Por qué? He aquí un problema. Pero es agradable insistir. Todo fiaca umbralero, le es fiel a su cónyuge. El no trabajará, él se tirará a muerto, él mangará a su Sisebuta para los cigarrillos y la ginebra en la esquina; él le tirará un cascotazo a los perros, cuando joroban mucho en el barrio; él irá al boliche a jugar su partida de truco o de siete y medio; él irá nocturnamente a cumplir a los velorios y a decir el sacramental «lo acompaño en el sentimiento». No seré yo quien niegue estas virtudes cívicas del fiaca, no, no seré yo; pero en cuanto a fidelidad… Allí sí que puede estar segura la señora planchadora de que su hombre no le falta ni un chiquito así… ¿Es que el leguiyún no cree en el amor?

A lo sumo, este nene, se limita a mirar y a sonreír cuando pasa una buena moza recién casada, como quien dice, pensando en el marido: «¡Qué señora posta tiene fulano!». A lo sumo la saluda con picardía, al máximo aventura un chiste un poco rana, un chiste de hombre pierna que se ha retirado de los campos de combate antes de que lo declaren inútil para toda batalla; pero de allí no pasa. No, señor. De allí no pasa. El es capaz de caminar diez cuadras a patacón para visitar a su compadre o a su comadre; él es capaz de ir para votar al caudillo parroquial, a cualquier parte; él, si se ofrece un asado con cuero, no negará su participación en el escabio, pero en cuanto a líos con polleras, ¡eso sí que no!

Y ella vive feliz. El le es fiel. Cierto que no trabaja, cierto que se pasa el día sentado en el umbral, cierto que pudo haberse casado con Mengano, que ahora es capataz en la Aduana; pero el destino de la vida no se puede cambiar. Y la planchadora piensa que si bien es cierto que todas estas cosas no se pueden pretender de un hombre constituido normalmente y de acuerdo a todas las leyes de la psiquiatría, en cambio él le es fiel, rotundamente fiel… y hasta le cuenta, a quien la quiere escuchar, que no falta una amiga… Fulana… «que le quiso quitar el marido».

Obras de Roberto Arlt
Aguafuertes porteñas

DEL QUE NO SE CASA

Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. ¿Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?

Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse «debe conocerse» o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.

Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.

A los dos años de estar de novio, tanto «ella» como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.

Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:

—Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos, querido?

Mi suegra, en cambio:

—Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar.

Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. El estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.

Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo) sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto!… ¡ciento cincuenta pesos!

Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todo los razonamientos; cuando se casan el fenómeno se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.

Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Dos, más dos, más dos, seis años. Mi novia puso cara de «piola», y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.

Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato triple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera «morir por su ideal». Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se encuentra ausente.

Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintenario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: «Le llevaré flores». Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.

Llegó el otro aumento. Es decir el aumento de setenta y cinco pesos.

Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:

—Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento. Y cuando le iba a contestar estalló la revolución.

Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades mentales.

Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:

—No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elección y a que resuelva si se reforma la Constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido y que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante.

LA DECADENCIA DE LA RECETA MEDICA

Parodiando a Rudyard Kipling, diré:

—¿Hay algo más notable que escuchar a un médico hablar mal de un farmacéutico? Sí; y es escuchar las opiniones de un farmacéutico acerca de un médico.

Gente notable, cavilosa y embrollona esta de los boticarios.

Sobre todo ahora, que triunfa el específico; sobre todo ahora que ha sonado la hora de la decadencia de la receta.

Yo recuerdo haberme extasiado numerosas veces con esos folletos de truhanerías farmacéuticas que comienzan con el sacramental «antes después».

En el «antes», aparece un sujeto escuálido, mostrando los doscientos huesos que tiene el cuerpo humano y echando el alma por la boca, mientras dirige un gracioso visaje de moribundo a un frasco que, en una vitrina, promete la resurrección.

En el «después», aparece el individuo a que se refiere el prospecto, que es el mismo personaje, pero rollizo, rodeado de un enjambre de criaturas, y sonriendo afablemente al dicho frasco del anuncio, mientras que, a través de una ventana del dibujo, se ve correr a una multitud de dolientes hacia el boliche donde venden la mencionada panacea.

Ayer, quiero decir hace veinte años, llegaba de España un farruco, trabajaba de lavapisos cinco años en una farmacia, al cabo de los cinco años, y después de haber dado hartas muestras de fidelidad y honradez a su amo, éste lo ascendía a lavabotellas y ayudante en el laboratorio, y el sujeto entraba a manipular los ácidos, y a preparar recetas aplicando, en ausencia de su amo, inyecciones escasas, y opinando ya sobre las dolencias, que en tren de consulta venían a exteriorizar las lavanderas de la vecindad.

Después de varios años de trastienda, y cuando ya conocía bien el oficio, o mejor dicho, «cuando le había tomado la mano», instalaba una botiquita en un barrio distante, ponía dos frascos, uno con agua verde y otro con agua roja, en él despacho. En la vidriera que daba a la calle, un bote con alcohol y, flotando en el alcohol, una víbora venenosa, y en la entrada del laboratorio una frase en latín que tomaba del Manual del Perfecto Idóneo.

Realizados todos estos trámites, destinados a ofrecer una suficiente idea de sus conocimientos médico—farmacéuticos, el ex lavapisos se daba a la dificultosa tarea de vender ácido bórico, jabón de palo, barras de azufre para los «aires», manito «para los chicos», licor de Las Hermanas «para las señoras», vela de baño, untura blanca, tintura de yodo, magnesia, algodón, polvo de arroz y Agua Florida, a la que después reemplazó el Agua Colonia. Y pare de contar.

El farmacéutico no sólo tenía la ocupación de vender el agua de su pozo —que, siempre que fuera profundo, lo enriquecía— sino que además, como era el personaje más respetable del barrio, «el más sabio», era también el que recibía las confidencias de todas las personas. Ejemplo: concurría a la farmacia una señora enferma ya de cuidado. El farmacéutico comprendía que, recetando por su cuenta, se metía en camisa de once varas, y entonces, le decía a la señora:

—Vea, yo podría despacharle a usted una receta; podría, pero no quiero hacerle gastar. Hágase ver por un médico. Yo no soy de esos farmacéuticos que, para vender algo, son capaces de estropearle la salud a la clienta.

A las veinticuatro horas caía la damnificada con un tendal de recetas, y, entonces, el alquimista de verdad (pues convierte el agua del pozo en oro) le decía:

—¿Ha visto, señora, cómo yo tenía razón en decirle que se hiciera revisar del médico? ¡Cuántas veces me he quedado pensando en esas visitas misteriosas que hacen los maridos a la farmacia a la hora en que no «hay nadie que curiosee en las puertas»! Esas consultas en que el damnificado mira torvamente en redor; el farmacéutico lo hace pasar a la rebotica, corre la cortinilla de terciopelo deshilachado y se queda conferenciando un rato con el hombre que propone y no dispone.

¡Era linda, antaño, la vida de farmacéutico! Era linda y productiva. Bastaba tener un pozo de agua, ser amable, curanderesco y taimado, para llenarse la bolsa de patacones auténticos.

Tengo simpatías por los farmacéuticos. Son gentes que tienen conocimientos para poder fabricar bombas de dinamita, que a veces se ocultan bajo una pastilla de menta; y ello me merece un profundo respeto.

Pues bien, en la actualidad, todo esa gente está de capa caída. A me— ‘. nos de vender cocaína, se muere de hambre.

La profesión ha sido muerta por el específico.

Hoy, ningún médico receta preparados que, con razonable ganancia, se podrían confeccionar en la farmacia. Todos administran específicos, remedios que ya vienen preparados. Basta tomar el catálogo de una industria química, para darse cuenta de que se preparan remedios para la tos, el reumatismo, la apendicitis, el cáncer, la locura, y el diablo a cuatro. Y el farmacéutico está reducido a la simple condición de despachante de frascos con un montón de estampillas fiscales y aduaneras, que no le dejan sino «un margen del quince por ciento», es decir, quince centavos por cada peso; cuando antes, por una receta que costaba quince centavos, cobraban un peso y treinta y cinco.

Hoy los farmacéuticos languidecen. En la provincia llevan una vida de batalla con los médicos, pues entrambos se arrebatan los escasos enfermos; y aquí, en la ciudad, se aburren, en las puertas de sus covachuelas, contemplando la balanza de precisión y un alambique que pasó por las manos de cuatro generaciones de farmacéuticos, sin que ninguno lo usara.

CONVERSACIONES DE LADRONES

A veces, cuando estoy aburrido, y me acuerdo de que en un café que conozco se reúnen algunos señores que trabajan de ladrones, me encamino hacia allí para escuchar historias interesantes.

Porque no hay gente más aficionada a las historias que los ladrones.

¿Este hábito provendrá de la cárcel? Como es lógico, yo nunca he pedido determinadas informaciones a esta gente que sabe que escribo, y que no tengo nada que ver con la policía. Además que el ladrón no gusta de ser preguntado. En cuanto se le pregunta algo, tuerce el gesto como si se encontrara frente a un auxiliar y en el despacho de una comisaría. Yo no sé si muchos de ustedes han leído Cuentos de un soñador, de Lord Dunsany. Lord Dunsany tiene, entre sus relatos maravillosos, uno que me parece viene a cuento. Es la historia de un grupo de vagabundos. Cada uno de ellos cuenta una aventura. Todos lloran menos el narrador. Terminado el relato, el narrador se incorpora al círculo de oyentes; otro, a su vez, reanuda una nueva novela que hace llorar también al reciente narrador.

Bueno; el caso es que entre los ladrones ocurre lo mismo. Siempre es a la una o a las dos de la madrugada. Cuando, por A o por B, no tienen que trabajar, es casi siempre en un período de vida en que anuncian un formal propósito de vivir decentemente. Aquí ocurre algo extraño. Cuando un ladrón anuncia su propósito de vivir decentemente, lo primero que hace es solicitar que le «levanten la vigilancia». En este intervalo de vacaciones prepara el plan de un «golpe» sorprendente. La policía lo sabe; pero la policía necesita de la existencia del ladrón; necesita que cada año se arroje una nueva hornada de ladrones sobre la ciudad, porque si no su existencia no se justificaría.

En dicho intervalo, el ladrón frecuenta el café. Se reúne con otros amigos.

Es después de cenar. Juega a los naipes, a los dados o al dominó.

Algunos también juegan al ajedrez.

El comisario Romayo, me enseñó una vez el cuaderno de un ladrón, en cuya casa acababa de hacer un allanamiento. Este ladrón, que trabajaba de carrero, era un ajedrecista excelente. Tenía anotados nombres de maestros y soluciones de problemas ajedrecísticos resueltos por él. Este asaltante hablaba de Bogoljuboff y Alekhine con la misma familiaridad con que un «burrero» habla de pedigrees, aprontes y performances.

A la una o las dos de la madrugada, cuando se han aburrido de jugar, cuando algunos se han ido y otros acaban de llegar, se hace en torno de cualquier mesa un círculo adusto, aburrido, canalla. Círculo silencioso, del cual, de pronto, se escapan estas palabras:

—¿Saben? En Olavarría lo trincaron al Japonés.

Todos los malandras levantan la cabeza. Uno dice:

—¡El Japonés! ¿Te acordás cuando yo anduve por Bahía Blanca? Las corrimos juntos con el Japonés.

Ahora el aburrimiento se ha disuelto en los ojos, y los cogotes se atiesan en la espera de una historia. Podría decirse que el que habló estaba esperando que cualquier frase dicha por otro le sirviera de trampolín, para lanzar las historias que envasa.

—El Japonés. ¿No era el que estuvo en… ? Dicen que estuvo en el asalto con la Vieja…

Uno me mira a mí.

—Son «mulas de investigaciones». ¡Qué va estar en el asalto! —Cierto es que si usted de noche se lo encuentra al Japonés…

—Mira che. El Japonés es como una niña, de educado.

Estalla una carcajada, y otro:

—Será como una niña, pero te lo regalo. ¿De dónde sacas que es como una niña?

—Cuando yo tenía dieciséis años estuve detenido con él, en Mercedes… Era como una niña, te digo. Venían las señoras de caridad, nos miraban y decían: «¡Pero es posible que esos chicos sean ladrones!». Y me acuerdo que yo contestaba: «No señoritas, es un error de la policía. Nosotros somos de familia muy bien». Y el Japonés decía: «Yo quiero ir con mi mamita»… Si te digo que es como una niña.

Estallan las risas, y un ladrón me toma del brazo y me dice:

—Pero no le crea. Usted ve la jeta que tengo yo, ¿no? Bueno. Yo soy un angelito al lado del Japonés. Pero mire: lo encuentra al Japonés un «lonyi», y de sólo verlo, raja como si viera la muerte. Y éste dice que era una niña… Yo me acuerdo de una quesería que asaltamos con el Japonés… Nos llevamos como doscientos quesos en un carrito. ¡El laburo para venderlos!… . ¡Y el olor! Si se seguía la pista con solo olernos…

Otro:

—Lo que es ahora el oficio está arruinado. Se han llenado de mocosos batidores. Cualquier gil quiere ser ladrón.

Yo miro, reflexiono y digo:

—Efectivamente, ustedes tienen razón; ladrón no puede ser cualquiera…

—¡Pero claro! Es lo que digo yo … Si yo me quisiera meter a escribir sus notas, no las podría hacer. ¿No?… Y así es con el «oficio». A ver; dígame, ¿cómo haría usted para robarle ahora al patrón que está en la caja?… Vea que el cajón está abierto…

—No sé…

—¡Pero amigo! ¡Que no se diga! Vea; se acerca al mostrador y le dice al patrón: «Alcánceme esa botella de vermouth». El patrón ladea el cuerpo para ese lado del estante. En cuanto el hombre está por retirar la botella, usted le dice: «No, esa no: la de más arriba». Como el trompa está de espalda, usted puede limpiarle la caja… ¿Se da cuenta?… —Yo me admiro convencionalmente, y el otro continúa—: ¡Oh! Eso no es nada. Hay «trabajos» lindos… limpios… Ese del robo de la agencia Nassi… Esa es muchachada que promete…

—¿Y el Japonés? Me acuerdo: veníamos una vez en el tren… íbamos para Santa Rosa…

Son las tres de la madrugada. Son las cuatro. Un círculo de cabezas… un narrador. Digase lo que se quiera, las historias de ladrones son magníficas; las historias de la cárcel… Cinco de la madrugada. Todos miran sobresaltados el reloj. El mozo se acerca somnoliento y, de pronto, en diversas direcciones, pegados casi a las paredes, elásticos como panteras y rápidos en la desaparición, se escurren los malandrines. Y de cinco de ellos, cuatro tienen pedido levantamiento de vigilancia. ¡Para mejor robar!…

Roberto Arlt obras
Aguafuertes porteñas

LA TERRIBLE SINCERIDAD

Me escribe un lector:

«Le ruego me conteste, muy seriamente, de qué forma debe uno vivir para ser feliz.»

Estimado señor: Si yo pudiera contestarle, seria o humorísticamente, de qué modo debe vivirse para ser feliz, en vez de estar pergeñando notas, sería, quizá, el hombre más rico de la tierra, vendiendo, únicamente a diez centavos, la fórmula para vivir dichoso. Ya ve qué disparate me pregunta.

Creo que hay una forma de vivir en relación con los semejantes y consigo mismo, que si no concede la felicidad, le proporciona al individuo que la practica una especie de poder mágico de dominio sobre sus semejantes: es la sinceridad.

Ser sincero con todos, y más todavía consigo mismo, aunque se perjudique. Aunque se rompa el alma contra el obstáculo. Aunque se quede solo, aislado y sangrando. Esta no es una fórmula para vivir feliz; creo que no, pero sí lo es para tener fuerzas y examinar el contenido de la vida, cuyas apariencias nos marean y engañan de continuo.

No mire lo que hacen los demás. No se le importe un pepino de lo . que opine el prójimo. Sea usted, usted mismo sobre todas las cosas, sobre el bien y sobre el mal, sobre el placer y sobre el dolor, sobre la vida y la muerte. Usted y usted. Nada más. Y será fuerte como un demonio ‘ entonces. Fuerte a pesar de todos y contra todos. No importe que la pena lo haga dar de cabeza contra una pared. Interróguese siempre, en el peor minuto de su vida, lo siguiente:

—¿Soy sincero conmigo mismo?

Y si el corazón le dice que sí, y tiene que tirarse a un pozo, tírese con confianza. Siendo sincero no se va a matar. Esté segurísimo de eso. No se va a matar, porque no se puede matar. La vida, la misteriosa vida que rige nuestra existencia, impedirá que usted se mate tirándose al pozo La vida, providencialmente, colocará, un metro antes de que usted llegue al fondo, un calvo donde se engancharán sus ropas, y… usted se salvará.

Me dirá usted: «¿Y si los otros no comprenden que soy sincero?» ¡Qué se le importa a usted de los otros! La tierra y la vida tienen tantos caminos con alturas distintas, que nadie puede ver a más distancia de la que dan sus ojos. Aunque suba a una montaña, no verá un centímetro, más lejos de lo que le permita su vista. Pero, escúcheme bien: el día en que los que lo rodean se den cuenta de que usted va por un camino no trillado, pero que marcha guiado por la sinceridad, ese día lo mirarán con asombro, luego con curiosidad. Y el día en que usted, con la fuerza de su sinceridad, les demuestre cuántos poderes tiene entre sus manos, ese día serán sus esclavos espirituales, créalo.

Me dirá usted: «¿Y si me equivoco?». No tiene importancia. Uno se equivoca cuando tiene que equivocarse. Ni un minuto antes ni un minuto después. ¿Por qué? Porque así lo ha dispuesto la vida, que es esa fuerza misteriosa. Si usted se ha equivocado sinceramente, lo perdonarán. O no lo perdonarán. Interesa poco. Usted sigue su camino. Contra viento y marea. Contra todos, si es necesario ir contra todos. Y créame llegará un momento en que usted se sentirá más fuerte, que la vida y la muerte se convertirán en dos juguetes entre sus manos. Así, como suena. Vida. Muerte. Usted va a mirar esa taba que tiene tal reverso, y de una patada la va a tirar lejos de usted. ¿Qué se le importan los nombres, si usted, con su fuerza, está más allá de los nombres?

La sinceridad tiene un doble fondo curioso. No modifica la naturaleza intrínseca del que la practica, y sí le concede una especie de doble vista, sensibilidad curiosa, y que le permite percibir la mentira, y no sólo la mentira, sino los sentimientos del que está a su lado.

Hay una frase de Goethe, respecto a este estado, que vale un Perú. Dice:

«Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás de él».

Es lo que anteriormente le decía.

La sinceridad provoca en el que la practica lealmente, una serie de fuerzas violentas. Estas fuerzas sólo se muestran cuando tiene que producirse eso de: «Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás». Y si usted es sincero, va a percibir la voz de estas fuerzas. Ellas lo arrrastrarán, quizá, a ejecutar actos absurdos. No importa. Usted los realiza. ¿Que se quedará sangrando? ¡Y es claro! Todo cuesta en esta tierra. La vida no regala nada, absolutamente. Todo hay que comprarlo con libras de carne y sangre.

Y de pronto, descubrirá algo que no es la felicidad, sino un equiva ella. La emoción. La terrible emoción de jugarse la piel y la feliciad. No en el naipe, sino convirtiéndose usted en una especie de emocionado naipe humano que busca la felicidad, desesperadamente, mediante las combinaciones más extraordinarias, más inesperadas. ¿O qué se cree usted? ¿Que es uno de esos multimillonarios norteamericanos, ayer vendedores de diarios, más tarde carboneros, luego dueños de circo, y sucesivamente periodistas, vendedores de automóviles, hasta que un golpe de fortuna lo sitúa en el lugar en que inevitablemente debía estar?

Esos hombres se convirtieron en multimillonarios porque querían ser eso. Con eso sabían que realizaban la felicidad de su vida. Pero piense usted en todo lo que se jugaron para ser felices. Y mientras no se producía lo efectivo, la emoción, que derivaba de cada jugada, los hacía más fuertes. ¿Se da cuenta?

Vea amigo: hágase una base de sinceridad, y sobre esa cuerda floja o tensa, cruce el abismo de la vida, con su verdad en la mano, y va a triunfar. No hay nadie, absolutamente nadie, que pueda hacerlo caer. Y hasta los que hoy le tiran piedras, se acercarán mañana a usted para sonreírle tímidamente. Créalo, amigo: un hombre sincero es tan fuerte que sólo él puede reírse y apiadarse de todo.

EL IDIOMA DE LOS ARGENTINOS

El señor Monner Sans, en una entrevista concedida a un repórter de El Mercurio, de Chile, nos alacranea de la siguiente forma:

«En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la Academia ni a su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos… La moda del `gauchesco’ pasó; pero ahora se cierne otra amenaza, está en formación el `lunfardo’, léxico de origen espurio, que se ha introducido en muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado cultivadores en los barrios excéntricos de la capital argentina. Felizmente, se realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos».

¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo he llegado al final de su reportaje, es decir, a esa frasecita: «Felizmente se realiza una obra depuradora en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos», me he echado a reír de buenísima gana, porque me acordé que a esos «valores» ni la familia los lee, tan aburridores son.

¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí —no recuerdo el nombre— que escribe en purísimo castellano y para decir que un señor se comió un sandwich, operación sencilla, agradable y nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: «y llevó a su boca un emparedado de jamón». No me haga reír, ¿quiere? Esos valores, a los que usted se refiere, .; insisto: no los lee ni la familia. Son señores de cuello palomita, voz gruesa, que esgrimen la gramática como un bastón, y su erudición como un escudo contra las bellezas que adornan la tierra. Señores que escriben libros de texto, que los alumnos se apresuran a olvidar en cuanto dejaron las aulas, en las que se les obliga a exprimirse los sesos estudiando la diferencia que hay entre un tiempo perfecto y otro pluscuamperfecto. Estos caballeros forman una colección pavorosa de «engrupidos» —¿me permite la palabreja?— que cuando se dejan retratar, para aparecer en un diario, tienen el buen cuidado de colocarse al lado de una pila de libros, para que se compruebe de visu que los libros que escribieron suman una altura mayor de la que miden sus cuerpos.

Querido señor Monner Sans: La gramática se parece mucho al boxeo. Yo se lo explicaré:

Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los golpes que le enseña el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace una pelea magnífica, los críticos del pugilismo exclaman: «¡Este hombre saca golpes de `todos los ángulos’!» Es decir, que, como es inteligente, se le escapa por una tangente a la escolástica gramatical del boxeo. De más está decir que éste que se escapa de la gramática del boxeo, con sus golpes de «todos los ángulos», le rompe el alma al otro, y de allí que ya haga camino esa frase nuestra de «boxeo europeo o de salón», es decir, un boxeo que sirve perfectamente para exhibiciones, pero para pelear no sirve absolutamente nada, al menos frente a nuestros muchachos antigramaticalmente boxeadores.

Con los pueblos y el idioma, señor Monner Sans, ocurre lo mismo. Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista. Eso sí; a mí me parece lógico que ustedes protesten. Tienen derecho a ello, ya que nadie les lleva el apunte, ya que ustedes tienen el tan poco discernimiento pedagógico de no darse cuenta de que, en el país donde viven, no pueden obligarnos a decir o escribir: «llevó a su boca un emparedado de jamón», en vez de decir: «se comió un sandwich». Yo me jugaría la cabeza que usted, en su vida cotidiana, no dice: «llevó a su boca un emparedado de jamón», sino que, como todos diría: «se comió un sandwich». De más está decir que todos sabemos que un sandwich se come con la boca, a menos que el autor de la frase haya descubierto que también se come con las orejas.

Un pueblo impone su arte, su industria, su comercio y su idioma por prepotencia. Nada más. Usted ve lo que pasa con Estados Unidos. Nos mandan sus artículos con leyendas en inglés, y muchos términos ingleses nos son familiares. En el Brasil, muchos términos argentinos (lunfardos) son populares. ¿Por qué? Por prepotencia. Por superioridad.

Last Reason, Félix Lima, Fray Mocho y otros, han influido mucho más sobre nuestro idioma, que todos los macaneos filológicos y gramaticales de un señor Cejador y Frauca, Benot y toda la pandilla polvorienta y malhumorada de ratones de biblioteca, que lo único que hacen es revolver archivos y escribir memorias, que ni ustedes mismos, gramáticos insignes, se molestan en leer, porque tan aburridas son.

Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en una gramática canónica, las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos. Cuando un malandrín que le va a dar una puñalada en el pecho a un consocio, le dice: «te voy a dar un puntazo en la persiana», es mucho más elocuente que si dijera: «voy a ubicar mi daga en su esternón». Cuando un maleante exclama, al ver entrar a una pandilla de pesquisas: «¡los relojié de abanico!», es mucho más gráfico que si dijera: «al socaire examiné a los corchetes».

Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a la gramática, tendrían que haberla respetado nuestros tatarabuelos, y en progresión retrogresiva, llegaríamos a la conclusión que, de haber respetado al idioma aquellos antepasados, nosotros, hombres de la radio y la ametralladora, hablaríamos todavía el idioma de las cavernas. Su modesto servidor. Q. B. S. M.

PSICOLOGIA SIMPLE DEL LATERO

Usted estaba sentado gozando de la fresca viruta. Toda su alma se disolvía en una especie de ecuanimidad que alcanzaba hasta a los últimos bicharracos de la tierra, y a medida que disfrutaba de la fresca viruta apoltronado en la mesa del café, se iba diciendo a sí mismo:

—No hay vuelta: la vida tiene sus partes lindas.

Y otro medio litro se le perdía suavemente en la bodega.

Pero exactamente al pensar por segunda vez: «No hay vuelta, la vida es linda», se le acercó un señor, uno de esos malditos señores, que uno conoce por un azar aún más maldito, y el sujeto, después de saludarlo cordialmente, se sentó frente a usted, «por un momento, nada más, porque tenía mucho que hacer».

Usted se resignó, se resignó pensando que la vida ya no era tan linda, porque albergaba en su seno a ese monstruo inexplicable que se llama latero.

Yo no soy ningún cascarrabias; por el contrario, me deleita el espectáculo de la vida, porque me he hecho una filosofía barata que me resuelve todos los problemas. Pues bien, la única ventaja que sobre la tierra reconozco al latero, es haberme dado tema para escribir estas líneas, líneas sobre la personalidad del latero y su producto: la lata.

Porque eso de aguantar a un charlatán, es lo más horrible que hay.

Precisamente, yo me encontraba en la mesa de un café; tenía un medio litro delante de mis narices y contemplaba a las mujeres que pasaban, con esa bondadosa ecuanimidad que albergan los sujetos que saben que las mujeres no les llevan el apunte. Pero, como decía, me recreaba mirándolas pasar y alababa el arte que el Todopoderoso puso en esa costilla que arrancó de nuestro pecho cuando vivíamos en el paraíso. Y mi espíritu estaba colmado de indulgencia como el de Buda bajo la higuera, con la sola diferencia que yo le llevaba dos ventajas al Buda; y era que estaba tomando cerveza, y en vez de encontrarme bajo una higuera que da mala sombra me veía bajo un toldo flamante y multicolor.

De pronto, un sujeto, gordo y enorme, levantó los brazos ante mí. Yo alcé la cabeza, sorprendido, y, ¡ahora sí que lamento no encontrarme bajo la higuera! El que me saludaba era un solemne charlatán.

Estuvo dos horas dándome la lata. Cuando se fue, quedé mareado, exactamente como cierto día de verano, en que un poeta cordobés, Brandan Caraffa, me leyó los cuatro actos de un drama y tres metros y medio de un poema dedicado a las vacas de Siva.

No sé por qué tengo la impresión de que el latero es un tipo medio zonzo; un zonzo que «hace vapor», como diría Dickens. Porque resulta absurdo que un tipo de esta clase siempre tenga un stock de pavadas para deambular en cuanto ve a un semejante. Resulta absurdo y fastidioso. Porque el latero no se conforma con hacer un montón de preguntas indiscretas. En cuanto suelta la lengua, el tipo se olvida de que existe el tiempo y el aburrimiento, y entonces, para recrear su propios oídos, empieza a contar historias, ¡y qué historias!

Por ejemplo: De cómo se casó su hermana contra la voluntad de su familia con un vendedor de máquinas de coser.

A usted se le importa absolutamente nada la historia de la hermana del latero. Por el contrario; le parece muy natural de que esa tía se haya casado con un maquinero, si así se le antojó. Pero el maldito latero trata de interesarlo en el asunto. Le dice que una hermana (y dale con la hermana). Luego cambia de disco, y entonces saca del bolsillo un fardo de cartas, y dice que ésas son las cartas de la novia, y que la novia lo quiere mucho, y que la novia es una muchacha muy de su casa, que lo demostrarán ampliamente las sesenta y dos docenas de cartas que lleva en el bolsillo de su saco.

Inútil es que usted diga al fulano latero que no pone en duda las virtudes de su novia; que, por el contrario, la cree una santa y digna mocita; el testarudo hace como si oyera llover, y empieza por «un parrafito nada.

más», y luego, si eso no fuera suficiente, quiere hacer una confidencia de carácter reservadísimo, y dice, a pesar de los gestos que usted hace para evitar la confidencia, que su novia es una chica buenísima y virtuosa, tan virtuosa, que la primera vez que él la besó en la frente, ella se puso a llorar.

Usted suda sangre. Y el latero continúa. Luego habla de un perro que tuvo, y de la madre del perro, y de la casta de la perra madre, y de los perritos que tuvo, y de cómo él se divertía con los perritos y de cómo los perritos fueron regalados, y de lo que la gente decía de los perritos en el barrio, y de cómo una frutera que quería un perrito…

Por fin, el tentador de Satanás, el Tirteafuera moderno, el latoso que en tiempos de Don Quijote fue a tomarle el pelo a Sancho a la hora de almorzar; por fin, el charlatán enemigo de Dios, de los hombres, y del reposo, se resuelve a irse después de dos horas, de dos espantosas horas de lata con gestos, guiños de ojo, posturas de opereta italiana y expresiones de conspirador.

Usted se queda extenuado. ¿Le han vaciado el cráneo con un trépano? ¡Vaya a saber lo que le pasa! Es que el enemigo de Dios, el latero truculento de los perritos, la novia y el diablo, lo ha dejado enfermo. Y ¡adiós la paz que pensó gozar bajo el toldo que hacía el papel de higuera! ¡Adiós la ecuanimidad universal, y el regocijo en la belleza de las mujeres que pasaban sin mirarlo! Se acabó todo, pues le ha quedado la cabeza como si se la hubieran pasado por la abertura de un horno de pudelación.

LA MADRE EN LA VIDA Y EN LA NOVELA

Me acuerdo que cuando se estrenó la película La Madre, de Máximo Gorki, fue en un cinematógrafo aristocrático de esta ciudad. Los palcos desbordaban de gente elegante y superflua. La cinta interesaba, sobre todas las cosas, por ser del más grande cuentista ruso, aunque la tesis… la tesis no debía ser vista con agrado por esa gente.

Pero cuando en el film se vio, de pronto, un escuadrón de cosacos precipitarse sobre la madre que, en medio de una calle de Moscú, avanza con la bandera roja, súbitamente la gente prorrumpió en un grito:

—¡Bárbaros! ¡Es la madre!

Era la madre del revolucionario ruso.

Hay algo de patético en la figura de la madre que adora a un hijo, y de extraordinariamente hermoso. En los cuentos de Máximo Gorki, por ejemplo, las figuras de madres son siempre luminosas y tristes. ¿Y las abuelas? Me acuerdo que Gorki, en La historia de mi vida, describe a la abuela ensangrentada, por los puñetazos del abuelo, como una figura mística y santa. El corazón más duro se estremece frente a esa estampa doliente, mansa, que se inclina sobre la pobre criatura y le hace menos áspera la vida con sus cuentos absurdos y sus caricias angélicas.

En Marcel Proust, novelista también, la figura de la madre ocupa muchas páginas de las novelas El camino de Swan y A la sombra de las muchachas en flor.

Aquí, en la Argentina, el que le ha dado una importancia extraordinaria a la madre es Discépolo en sus sainetes. Por ejemplo, en Mateo hay una escena en que la madre, sumisa a la desgracia, se rebela de pronto contra el marido, vociferando este grito:

—Son mis hijos, ¿sabes? ¡Mis hijos! ¡Míos!

En Estéfano también la figura de la madre, de las dos madres, es maravillosa. Cuando asistía a la escena, yo pensaba que Discépolo había vivido en el arrabal, que lo había conocido de cerca, pues de otro modo no era posible ahondar la psicología apasionada de esas mujeres que, no teniendo nada en la vida, todo lo depositan en los hijos, adorándolos rabiosamente.

Sin discusión ninguna, los escritores que han exaltado la figura de la madre son los rusos. En El príncipe idiota, de Dostoievski, así como en las novelas Crimen y castigo y Las etapas de la locura, las figuras de madres allí trazadas tocan aún el corazón del cínico más empedernido. Otro gigante que ha cincelado estatuas de madres terriblemente hermosas es Andreiev. En Sacha Yeguley, esa mujer que espera siempre la llegada del hijo que ha sido enviado a Siberia, es patética. ¿Y la madre de uno de Los siete ahorcados? ¿Esa viejecita que sin poder llorar se despide del hijo que será colgado dentro de unas horas? Cuando se leen estas páginas de pronto se llega a comprender el dolor de vivir que tuvieron que soportar esos hombres inmensos. Porque todos ellos conocieron madres. Por ejemplo, el hermano de Andreiev fue el que colocó una bomba en el palacio de invierno del zar. La bomba estalló a destiempo, y ese hombre, con las piernas destrozadas, fue llevado hasta la horca, buscando con sus ojos empañados de angustia a la madre y al pequeño Andreiev, que más tarde contaría esa despedida enorme en Los siete ahorcados.

¿Y qué historia de la revolución rusa no tiene una madre? Encadenadas fueron llevadas a la Siberia; debían declarar contra los hijos bajo el látigo, y los que quedaron no las olvidaron más. De allí esos retratos conmovedores, saturados de dulzura sobrenatural, y que sólo sabían llorar, silenciosamente; ¡tanto les habían torturado los hijos!

Porque, ¿qué belleza podría haber en una mujer anciana si no fuera esa de los ojos que, cuando están fijos en el hijo, se animan en un fulgor de juventud reflexiva y terriblemente amorosa? Mirada que va ahondándose en la pequeña conciencia y adivinando todo lo que allí ocurre. Porque está esa experiencia de la juventud que se fue y dejó recuerdos que ahora se hacen vivos en la continuidad del hijo.

El hijo lo es todo. Recuerdo ahora que en el naufragio del «Principessa Mafalda» una mujer se mantuvo con su criatura ocho horas en el agua. ¡Ocho horas! ¡Ocho horas! Esto no se comprende. ¡Ocho horas! En el agua helada, con una criatura entre los brazos. ¡Ocho horas! Cuando, por fin, le arrojaron un cabo y la izaban, un bárbaro, de un golpe, le hizo caer el hijo al agua, y esa mujer enloqueció. Digo que ante esa madre debía uno ponerse dé rodillas y adorarla como el más magnífico 1 símbolo de la creación. El más perfecto y doliente.

Y esta terrible belleza de la madre tiene que desparramarse por el mundo.

Salvo excepciones, el hombre todavía no se ha acostumbrado a ver en la madre sino una mujer vieja y afeada por el tiempo. Es necesario que esta visión desaparezca, que la madre ocupe en el lugar del mundo un puesto más hermoso, más fraternal y dulce.

Yo no sé. Hay momentos en que me digo que esto debe fatalmente ocurrir, que hasta ahora hemos estado viviendo todos como enceguecidos, que hemos pasado junto a las cosas más bellas de la tierra con una especie de indiferencia de protohombres, y que todavía faltan muchos altares en el templo de la vida.

Y como otras muchas cosas, esta exaltación de la madre, esta adoración de la madre, llegando casi a lo religioso, se la debemos a los escritores rusos. Cada uno de ellos, en la cárcel, o en la terrible soledad de la estepa, cayéndose de cansancio y de tristeza, de pronto tuvo, ante los ojos, esa visión de la mujer, «carne cansada y dolorosa», que más tarde, invisiblemente inclinada sobre sus espaldas, les dicta las más hermosas páginas que han sido dadas a nuestros ojos.

Roberto Arlt, autor de Aguafuertes porteñas
Roberto Arlt, autor de Aguafuertes porteñas

LA VIDA CONTEMPLATIVA

Para dedicarse a la vida rea—contemplativa, hay que tener vocación, vale decir, hay que esgunfiarse. No conozco en el léxico castellano un vocablo que encierre tan profundo significado filosófico como el verbo reflexivo que acabo de citar, y que pertenece a nuestro reo hablar.

El esgunfiado —no hay que confundir— no es aquel que se tira a muerto. No. Tienen pasta distinta; broncas subjetivas; distintas. Fiacas desemejantes. El que se esgunfia es un «orre» filosófico que tiene esta razón oscura para cuanta pregunta se le hace:

—Me esgunfié.

Y al contestar así, estira la jeta en reagria expresión de aburrimiento.

Dejó un día de hacer acto de presencia en el taller. Se despertó, y su primera bronca fue darle un mordiscón a la bombilla matera, y decir, rechazando el mate:

—Estoy esgunfio. Este mate me revienta.

Luego volvió la cabeza para el muro; se tapó la porra con la sábana y se apoliyó hasta las tres de la tarde. A las tres, se levantó, se puso el traje dominguero, y con paso tardo entró al café de la esquina. Y los amigos, al verlo, le preguntaron:

—¿No fuiste a laburar? —No; me esgunfié.

Y silenciosamente se mandó a bodega el café, entre la sobradora mirada del mozo, que pensó:

—Otro, vago a la pileta. ¡Qué barrio de sábalos, éste! (Explicación técnica de sabalaje: pez que abunda en las orillas de agua sucia.)

Al día siguiente repitió el programa «farnientesco». La vieja lo miró de reojo, y dijo tímidamente:

—¿No vas a trabajar?

Y el otro, cejijunto, contestó:

—No; estoy esgunfio de tanto taller.

Y la hermana torció para el lado de la cocina, pensando:

—Este también se esgunfió. Igual que Juancito. (Juancito es su novio.)

A la semana, mientras cenaban, el viejo, que con el cucharón llenaba el plato de sopa, dijo:

—Así que no vas más al taller ¿eh?

—No; me esgunfié.

El «jovie» detuvo un instante el cucharón en el aire; movió la cabeza rapada a lo Humberto «primo», se rascó los mostachos, y luego, arrancando medio pan se llenó la boca de miga.

Y todos morfaron en silencio.

Y el vago no trabajó más.

Desde entonces, no labura. Su trabajo se limita a esgunfiarse. Se levanta a las diez de la mañana, se pone el «fungi» y sale hasta la esquina para apoyarse en la vidriera del almacén. De diez a once, se solea. Quieto como un lagarto, se queda arrimado a la pared, con los pies cruzados, los codos apoyados en el alféizar de la vidriera, el ala del sombrero defendiéndole los ojos; una mueca amarga tirando sus dos catetos de la punta de la nariz a los dos vértices de los labios; triángulo de expresión mafiosa que se descompone para saludar insignificantemente a alguna vecina.

El almacenero lo sobra desde el otro lado del vidrio, y tras de la reja de la caja, y piensa maldiciéndolo:

—Estos hijos del país…

El odia a los hijos del país. Los odia porque se tiran a muertos, porque se esgunfian, porque no trabajan. Quisiera ver la tierra convertida la mitad en un almacén y la otra mitad en dependientes de ella. Luego inclina el «mate» sobre el Haber y firma un cheque, regocijado de su prosperidad y de no haberse esgunfiado nunca de ese tren de laburo, que comienza a las cinco de la mañana y termina a las doce de la noche.

El que se aburre, de pie junto a la vidriera, charla ahora con otro vago. Ese no se esgunfió nunca. Pero, en cambio, se tiró a muerto. Porque sí. Por prepotencia. «¡Qué trabajen los otros!» Los dos vagos intercambian palabras fiacosas. Lentas. Palabras que son así: «¿Te dije que estuve en lo de Pedro?» Y al rato, nuevamente: «¿Te dije? Lo vi a Pedro». Y a los quince minutos: «Pedro está bien, ¿sabés?» Y a los otros cinco minutos: «Y qué es lo que te dijo Pedro». Diálogo fiacoso, con las jetas arrugadas, la nariz como oliéndo la proximidad de la fiera: trabajo; los ojos retobados bajo los párpados en la distancia de los árboles verdes que decoran la callejuela del barrio sábalo.

A la tarde, de cada vizcachera sale uno de estos «orres». Las mujeres hacen rechinar la Singer, ellos, con balanceo lento, salen para el café. Siempre hay uno en el café que tienen veinte guitas. Ese es el que toma café. Otros siete amigos vagos, hacen rueda en torno de la mesa y sólo piden agua. El mozo relojea resignado, ¡qué destino el suyo! ¡En vez de ser sirviente del Plaza Hotel, haber rodado a esa ladronera! Bueno, a todos no les están concedidos los triunfos magníficos. Y el mozo avinagra el gesto en un pronunciamiento mental de mala palabra. Y en la mesa i corre la pachorra de este diálogo:

—¿Te dije que lo vi a Pedro? —Silencio de cinco minutos. —¿Y qué te dijo Pedro? —Otros cinco minutos de silencio. —¿Así que lo viste a Pedro? —Otros diez minutos de silencio. —Lo vi ayer a Pedro. —Otros cinco minutos de silencio. —¿Y qué te contó Pedro?

Son los esgunfiados. La fiaca les ha roído el tuétano. Tan aburridos están, que para hablar, se toman vacaciones de minutos y licencias de cuarto de hora. Son los esgunfiados. Los que no hacen ni bien ni mal. Los que no roban ni estafan. Los que no juegan ni apuestan. Los que no pasean ni se divierten. Tan esgunfiados están, que a pesar de ser fiacas podrían tener novia en el barrio, y no la tienen; que es mucho laburo eso de ir a chamuyar en una puerta y darle la lata al viejo; tan esgunfiados están, que a lo único que aspiran es a una tarde eterna, con una remota puesta de sol, una mesita bajo un árbol y una jarra de agua para la sed.

En la India, estos vagos, hubieran sido perfectos discípulos de Nuestro Señor, el Buda, porque son los únicos que entre nosotros conocen los misterios y las delicias de la vida contemplativa.

CANDIDATOS A MILLONARIOS

No hay hoy turro que haya invertido diez centavos en una suscripción colectiva para comprar un vigésimo de la de los dos millones, que no se considere con derecho a mirarlo por encima del hombro, ante la ridícula perspectiva de una imposible riqueza. Si no camine usted por el centro y fíjese. Frente a las vidrieras de las agencias de automóviles, hay detenidos, a toda hora, zaparrastrosos inverosímiles, que relojean una máquina de diez mil para arriba y piensan si ésa es la marca que les conviene comprar, mientras estrujan en el bolsillo la única monedita que les servirá para almorzar y cenar en un bar automático.

Una fiebre sorda se ha apoderado de todos los que yugan en esta población. La esperanza de enriquecerse mediante uno de esos golpes de fortuna con que el azar le da en la cabeza a un desdichado, convirtiéndolo, de la mañana a la noche, de carbonero en el habitante perpetuo de un Rolls—Royce o de un Lincoln.

Fiebre que se transforma en sucripciones en todas las oficinas; fiebre que se contagia a los hombres reposados y a los entendimientos fosilizados; fiebre que empieza en el botones más insignificante y termina, o culmina, en el presidente de cualquier XX Company.

Es de lo más curioso esta sugestión colectiva. Durante todo el año se juega a la lotería, pero nadie se preocupa. Los aficionados al escolazo legal, van y compran su billetito sin decir oste ni moste; a lo más, en la oficina, a la hora del té, largan esto, como quien no quiere la cosa:

—Hoy me jugué un quinto, para ver si consigo pagarle al sastre, o hacerme un traje.

Y usted puede observar que el aficionado no espera sacar una fortuna, sino que limita sus más extraordinarias ambiciones a ganarse unos doscientos pesos, convencido de que nunca saldrá de ese riel de mishadura en la que lo colocó su destino arruinado.

Pues bien; este señor, que durante todo el año ha limitado las ambiciones que tenía a ganar para comprarse un traje o un juego de corbatas, del día a la noche se transforma ahora en una fiera insaciable, y con lo único que se conforma es… con un millón. ¡Un millón!

El fenómeno se extiende a las más distintas clases sociales. Allí tiene, por ejemplo, el candidato a propietario: el «pato» que ha comprado un lotecito de tierra en Villa Soldati o en La Mosca, pueblo que son el infierno en la tierra o el Sahara injertado en los alrededores de Buenos Aires. Pues bien, ese tipo, que en la lucha por la vida siempre se ha sentido forfeit: ese tipo que ha limitado sus aspiraciones a un terreno que tenga la superficie de un pañuelo o una sábana de una plaza; ese buen señor de ojos llorosos, punta de nariz enrojecida, manos siempre húmedas de un sudor frío, encorvado a lo Rigoletto; ese señor, hoy, bruscamente, se ha enderezado, y en vez de andar merodeando por La Mosca o por Villa Soldati abandona los extramuros y convierte en su radio de acción el barrio Norte o la Avenida Alvear.

Y no crean que pasea. No. El tiene un pálpito (esta es la época en que todos tienen pálpitos), tiene el pálpito de que el billete que compraron en la oficina va a salir con los dos millones. Y de pronto, la modestia que impregnaba sus sueños, la dorada mishadura que decoraba sus ambiciones de pobretón sempiterno, se han derretido como un helado al sol, y ahora el tipo no quiere saber ni medio con La Mosca o Villa Soldati. Repudia de plano los barrios crostas, las quince cuadras que hay de la casa de zinc a la estación y se siente llamado a un futuro más encomiable, y con el único y levantado propósito de comprarse un terreno o un chalet en la Avenida Alvear, se pasea por ella. Y hasta le encuentra defectos a los palacios que ostentan el letrero de remate judicial; y hasta ya adquiere un sentido arquitectónico, porque dice, para su coleto, que esta casa está mal situada porque no le da el sol y aquel otro terreno es estrecho para hacer en él un garage donde pueda entrar su automóvil vagón.

Y estos son los tiempos en que no hay ordenanza que no se crea con derecho a pilotear un Hudson. Es la época en que en los hogares más pobrecitos llega el «jovie», y secándose con una sábana el sudor de la bocha, exclama:

—¡Ah! ¡Si ganamos la grande! Y el eco contesta, esperanzado:

—¡Ah, si la ganáramos!

Realmente es triste que por este puerco dinero todos estemos penando. Quien más, quien menos. Quien para realizar grandes proyectos, quien para hacer precisamente todo lo contrario: no realizar nunca nada, nunca.

Después hay otra cosa muy seria. ¿Para qué le serviría ganar un millón a mucha gente? Para nada. ¿Qué harían con el dinero? No trabajar, aburrirse, adquirir vicios estúpidos, mirar las fachadas de las casas, ir a una sección al biógrafo, y eso es todo. La mayoría de los individuos que sueñan con tener un millón, crea que no están capacitados ni para tener m¡¡ pesos, en el bolsillo. Perderían en seguida la cabeza.

Y tan es así, que hay sujetos que se vuelven locos cuando ganan, no un millón, sino cincuenta mil pesos. Hace dos años, varios ricos hechos por la lotería, se estrellaron contra las columnas que sirven para alumbrar a los tipos que pasan rumiando maldiciones en la oscuridad de la noche.

De modo que usted no se haga muchas ilusiones con el millón. Con o sin millón, usted, si es un aburrido se va a estufar lo mismo. Los únicos que merecerían ganar el millón, si hay un destino inteligente, son los enamorados. Esos sí, porque, al menos, durante unos días, serían en la vida perfectamente felices. Y mi deseo es que le caiga una parte bien en la cabeza, a una de esas parejas que los trescientos sesenta y cinco días del año comentan con palabra modesta:

—Si tuviéramos mil pesos podríamos casarnos. Trescientos para el juego de comedor, trescientos para el dormitorio.

¡Pobre gente! Esa sí que se merecería un cachito de fortuna, de suerte, de manotón de azar.

SOBRE LA SIMPATIA HUMANA

Usted camina por la calle, y todas las personas son aparentemente iguales. Pero dicha gente se pone en contacto con usted y, de pronto, siente que se desconcierta, que la vida de los prójimos es tan complicada como puede serlo la suya, que de continuo, en todas direcciones, hay espíritus que lanzan a toda hora su S.O.S Escribo esto porque hoy me he quedado caviloso frente a un montón de cartas que he recibido.

Cuando un autor comienza a recibir cartas, no encuentra diferencia entre una y otra. Todas son cartas. Luego, cuando se acostumbra, esta correspondencia va adquiriendo una faz completamente personal. El autor pierde su vanidad, y en cada carta encuentra un tipo interesante de hombre, de mujer, de alma…

Hay lectores, por ejemplo, que le escriben a uno cartas de cuatro, cinco, siete, nueve carillas. Usted se desconcierta. Se dice: ¿Cómo, este hombre se ha molestado en perder tanto tiempo en hablarle a uno por escrito? No se trata de un hombre que escribe por escribir, no. Es un individuo que tienen cosas que decirle, un espíritu que va a través de la vida pensando cosas.

Yo he recibido cartas curiosas. En algunas se me plantean casos terribles de conciencia, actitudes a asumir frente a la vida, destinos a cortar o reanudar. En otras cartas sólo he recibido una muestra desinteresada y bellísima de simpatía. Son las que más me han conmovido. Gente que no tenía nada qué decirme en especial, como no fuera la cordialidad con que seguían mi esfuerzo cotidiano. Alguien podrá decirme por qué me preocupa esto. Pero así como yo no puedo dejar de escribir sobre un hermoso libro, tampoco puedo dejar de hablar de gente distante que no conozco y que, con pluma ágil a veces, o mano torpe otras, se sienta a escribirme para enviarme su ayuda espiritual.

He abierto una carta de nueve carillas. El autor ha tardado una hora en escribirla, por lo menos. Me he detenido en la carta de una muchacha, que cada quince días me envía unas líneas. No tendrá nada que hacer, o de qué modo se aburrirá para escribirme sincrónicamente sus pensamientos de este modo tan matemático. Rompo el sobre de otra, es una esquela que parece escrita con pincel, letra de hombre que manejaría con más habilidad un martillo o un pincel que la pluma. Me envía sus palabras sencillas con una amistad tan fuerte que quisiera estrecharle la mano. Luego un fino sobre marrón; un encabezamiento: «Mar del Plata». Me hablan de mi novela; después, dos cartas escritas a máquina; una dactilógrafa y un muchacho, ambos deben haber aprovechado un intervalo en la oficina para comunicarse conmigo. Luego, otra con lápiz, luego, otra con un membrete de escritorio comercial, un señor que me propone hacer un distingo sobre dos estados civiles igualmente interesantes…

Y así todos los días, todos los días…

¿Quiénes son estos que le hablan a uno, que le escriben a uno, que durante un momento abandonan, desde cualquier ángulo de la ciudad y la distancia «su no existencia», y con algunas hojas de papel, con algunas líneas, le hacen sentir el misterio de la vida, lo ignoto de la distancia?…

¿Con quién habla uno? He aquí el problema. Si a uno no le escribieran nunca, quizá existiera esta preocupación: «No le intereso a la gente». Pero, estos hombres y mujeres siempre novados; estas cartas, que siempre se le acercan en su casi totalidad a vocearle su simpatía, lo inquietan a uno. Se experimenta el desconcierto de que numerosos ojos le están mirando, porque siempre que uno ha escrito una carta, y sabe que debe haber llegado, piensa lo siguiente:

«¿Qué habrá dicho de lo que le escribí?»

Efectivamente, uno no sabe qué decir. Un lector me dice: «Le envío la presente por simpatizar con su manera de ser hacia el prójimo». Otro, me pide que me dirija al elemento obrero con mis notas. Otra, hace una parodia de la carta que me fue escrita por el «adolescente que estudiaba lógica», agregando: «dígale al dibujante que reproduzca el diseño que ilustraba esa nota, agregando a las víboras y a los sapos, un puñado de rosas».

De pronto, tengo una sensación agradable. Pienso que todos estos lectores se parecen por la identidad del impulso; pienso que el trabajo literario no es inútil, pienso que uno se equivoca cuando sólo ve maldad en sus semejantes, y que la tierra está llena de lindas almas que sólo desean mostrarse.

Cada hombre y cada mujer encierra un problema, una realidad espiritual que está circunscripta al círculo de sus conocimientos, y a veces ni a eso.

Hasta se me ocurre que podría existir un diario escrito únicamente por lectores; un diario donde cada hombre y cada mujer, pudiera exponer sus alegrías, sus desdichas, sus esperanzas.

Otras veces, me pregunto:

«¿Cuándo aparecerá, en este país, el escritor que sea para los que leen una especie de centro de relación común?

En Europa existen estos hombres. Un Barbuse, un Frank, provocan este maravilloso y terrible fenómeno de simpatía humana. Hacen que seres, hombres y mujeres, que viven bajo distintos climas, se comprendan en la distancia, porque en el escritor se reconocen iguales; iguales en sus impulsos, en sus esperanzas, en sus ideales. Y hasta se llega a esta conclusión: un escritor que sea así, no tiene nada que ver con la literatura. Está fuera de la literatura. Pero, en cambio, está con los hombres, y eso es lo necesario; estar en alma con todos, junto a todos. Y entonces se tendrá la gran alegría: saber que no se está solo.

En verdad, quedan muchas cosas hermosas, todavía, sobre la tierra.

EL TIMIDO LLAMADO

«Mientras baño mis ojos enfermos de un negro colirio», escribe Horacio; en la epístola quinta del libro primero de Las sátiras.

Indudablemente, estoy obsesionado con la Oftalmología. Lo único que me consuela es que, hace un montón de siglos, un poeta romano haya pasado las de Caín como yo; pero como no me voy a pasar la vida hablando de cosas pestosas, entremos, pues, a tratar al hombre del tímido llamado… y verán que vale la pena.

A pesar de estar transitoriamente tuerto (no sé si me dejarán definitivamente, mis tres amigos, los oftalmólogos), con el único ojo en disponibilidad ando por la calle viendo todo lo que me importa, y lo que no me importa también.

Pues bien; hoy a las doce y media he sido testigo de este insignificantísimo hecho, que revela todo un mundo.

Un muchacho de veintitrés o veinticinco años, mal vestido, de expresión inteligente, se acercó’ a un suntuoso portal en la calle Charcas y tocó dos veces el timbre. Ahora bien; si ustedes hubieran observado con qué timidez el hombre apretó el botón; con qué prudencia, luego de tocarlo se retiró del portal y sacó una carta del bolsillo; si ustedes hubieran visto esto, comprenderían de sobra que ese muchacho iba a la tal casa a pedir algo, y a pedirlo con timidez; que los que no van a pedir suelen hacer sonar el timbre hasta que la batería se descarga.

El tan tímido llamado me emocionó. Comprendí toda la tragedia que en él se encerraba; porque sólo el que haya pasado amargos momentos en la vida sabe de qué modo se apoya el dedo en el timbre de la casa donde vive un ballenato influyente o un tiburón voraz. Me acompaña un señor amigo y al hacerle la observación de qué modo el tal muchacho había llamado, me contestó:

—La misma suposición que hace usted acabo de hacerla yo.

Y nos detuvimos a esperar en el cordón de la vereda para ver lo que ocurría.

Salió, al minuto, el portero, y el muchacho lo saludó cortésmente. El otro lo miró, recogió la carta y volvió a cerrar la puerta en las narices del presunto postulante. Siempre es así. El de más abajo es el más duro con el que necesita algo.

Los tiburones, los buitres y los ballenatos tienen siempre un barniz de cultura que hace atender con una deferencia que, aunque fría, es siempre deferencia, al postulante.

En cambio, el portero del buitre o del tiburón, no. Es el más inexorable con el postulante. Es el punto trágico de éste. Afrontar el portero es el momento más doloroso en el vía crucis del que tiene que pedir algo, si sus botines están descalabrados y su traje deslucido o deslustrado por los codos.

El portero nunca contesta al saludo que le hace un hombre mal vestido. Y no tan sólo no contesta, sino que, además, le cierra las puertas en las narices a éste, como si estuviera temeroso de que hurtara algo del hall.

Cuando el portero vislumbra al postulante, lo primero que hace es tener con una mano el picaporte de la puerta y mirarle los botines al desdichado. Y después de mirarle los botines, toma la carta, la observa por los dos costados, cierra la puerta y desaparece.

Esta mirada le hiela el corazón al postulante. Ha comprendido que su primer enemigo, que el primero que le negará el vaso de agua, es este mal educado que camina de casualidad en dos pies.

Y en cuanto la insultante catadura del portero ha desaparecido, se produce en el postulante una terrible emoción depresiva. Ahora siente que está en la calle, en la calle de la ciudad, porque no hay cosa más humillante que esa: esperar frente a una puerta cerrada, sabiendo que la gente que pasa lo mira y adivina que ha ido allí a pedir algo. Es un minuto, dos minutos, pero dos minutos parecidos a los que pasaría una persona decente amarrada a la picota, expuesta a todas las miradas que la desnudan, que la pesan y le asignan un rincón en el infierno de la desdicha.

Y mientras esos minutos pasan, el postulante piensa en la acogida que le hará el buitre; cavila si lo recibirá o no, y de qué modo, si lo recibe; y hasta prepara las frases con que hará su pedido. Dolorosísima situación; en este intervalo, el alma del hombre se satura de esperanzas y de amargura; sabe que todas sus humillaciones son inútiles, que esa carta, que el portero ha recibido con un gesto desganado, no pesará nada en su destino y, sin embargo, como un náufrago, se aferra a esa única tabla, porque todo hombre, en realidad, no podría vivir si no estuviera cogido con los dientes a una mentira o una ilusión.

Recuerdo que un insigne pillete me decía una vez:

—Si quiere que lo traten con respeto, no se olvide de tener siempre en el ropero un traje nuevo y unos zapatos flamantes. Muérase de hambre, pero que no le falten guantes ni bastón. Aféitese, si no tiene navaja con un vidrio, y póngase, en vez de polvo, cualquier compuesto de pulir metales; pero si va a pedir algo vaya con la prestancia de un gran señor y la insolencia de un príncipe. La gente, en este país, sólo respeta a los insolentes y a los mal educados. Si usted entra a un juzgado o a una comisaría hablando fuerte y sin quitarse el sombrero, todos le atenderán cortésmente, temeroso de que usted sea algún bandido que actúa en la política.

Lo mismo ocurre con los porteros. Sólo respetan los zapatos bien lustrados y el traje nuevo. Ya sabe, amigo postulante, pida; pero pida con orgullo, como si le hiciera un favor a aquel a quien le va a pedir algo.

LA TRAGEDIA DEL HOMBRE QUE BUSCA EMPLEO

La persona que tenga la saludable costumbre de levantarse temprano, y salir en tranvía a trabajar o a tomar fresco, habrá a veces observado el siguiente fenómeno:

Una puerta de casa comercial con la cortina metálica medio corrida. Frente a la cortina metálica, y ocupando la vereda y parte de la calle, hay un racimo de gente. La muchedumbre es variada en aspecto. Hay pequeños y grandes, sanos y lisiados. Todos tienen un diario en la mano y conversan animadamente entre sí.

Lo primero que se le ocurre al viajante inexperto es de que allí ha ocurrido un crimen trascendental, y siente tentaciones de ir a engrosar el número de aparentes curiosos que hacen cola frente a la cortina metálica, mas a poco de reflexionarlo se da cuenta de que el grupo está constituido por gente que busca empleo, y que ha acudido al llamado de un aviso. Y si es observador y se detiene en la esquina podrá apreciar este conmovedor espectáculo.

Del interior de la casa semiblindada salen cada diez minutos individuos que tienen el aspecto de haber sufrido una decepción, pues irónicamente miran a todos los que les rodean, y contestando rabiosa y sintéticamente a las preguntas que les hacen, se alejan rumiando desconsuelo. Esto no hace desmayar a los que quedan, pues, como si lo ocurrido fuera un aliciente, comienzan a empujarse contra la cortina metálica, y a darse de puñetazos y pisotones para ver quien entra primero. De pronto el más ágil o el más fuerte se escurre adentro y el resto queda mirando la cortina, hasta que aparece en escena un viejo empleado de la casa que dice:

—Pueden irse, ya hemos tomado empleado.

Esta incitación no convence a los presentes, que estirando el cogote sobre el hombro de su compañero comienzan a desaforar desvergüenzas, y a amenazar con romper los vidrios del comercio. Entonces, para enfriar los ánimos, por lo general un robusto portero sale con un cubo de agua o armado de una escoba y empieza a dispersar a los amotinados. Esto no es exageración. Ya muchas veces se han hecho denuncias semejantes en las seccionales sobre este procedimiento expeditivo de los patrones que buscan empleados.

Los patrones arguyen que ellos en el aviso pidieron expresamente «un muchacho de dieciséis años para hacer trabajos de escritorio», y que en vez de presentarse candidatos de esa edad, lo hacen personas de treinta .años, y hasta cojos y jorobados. Y ello es en parte cierto. En Buenos Aires, «el hombre que busca empleo» ha venido a constituir un tipo su¡ generis. Puede decirse que este hombre tiene el empleo de «ser hombre que busca trabajo».

El hombre que busca trabajo es frecuentemente un individuo que oscila entre los dieciocho y veinticuatro años. No sirve para nada. No ha aprendido nada. No conoce ningún oficio. Su única y meritoria aspiración es ser empleado. Es el tipo del empleado abstracto. El quiere trabajar, pero trabajar sin ensuciarse las manos, trabajar en un lugar donde se use cuello; en fin, trabajar «pero entendámonos… decentemente».

Y un buen día, día lejano, si alguna vez llega, él, el profesional de la busca de empleo, se «ubica». Se ubica con el sueldo mínimo, pero qué le importa. Ahora podrá tener esperanzas de jubilarse. Y desde ese día, calafateado en su rincón administrativo espera la vejez con la paciencia de una rémora.

Lo trágico es la búsqueda del empleo en casas comerciales. La oferta ha llegado a ser tan extraordinaria, que un comerciante de nuestra amistad nos decía:

—Uno no sabe con qué empleado quedarse. Vienen con certificados. Son inmejorables. Comienza entonces el interrogatorio:

—¿Sabe usted escribir a máquina?

—Sí, ciento cincuenta palabras por minuto.

—¿Sabe usted taquigrafía?

—Sí, hace diez años.

—¿Sabe usted contabilidad?

—Soy contador público.

—¿Sabe usted inglés?

—Y también francés.

—¿Puede ofrecer una garantía?

—Hasta diez mil pesos de las siguientes firmas.

—¿Cuánto quiere ganar?

—Lo que ustedes acostumbran pagar.

—Y el sueldo que se les paga a esta gente —nos decía el aludido comerciante— no es nunca superior a ciento cincuenta pesos. Doscientos pesos los gana un empleado con antigüedad… y trescientos… trescientos

es lo mítico. Y ello se debe a la oferta. Hay farmacéuticos que ganan ciento ochenta pesos y trabajan ocho horas diarias, hay abogados que son escribientes de procuradores, procuradores que les pagan doscientos pesos mensuales, ingenieros que no saben qué cosa hacer con el título, doctores en química que envasan muestras de importantes droguerías. Parece mentira y es cierto.

La interminable lista de «empleados ofrecidos» que se lee por las mañanas en los diarios es la mejor prueba de la trágica situación por la que pasan millares y millares de personas en nuestra ciudad. Y se pasan éstas los años buscando trabajo, gastan casi capitales en tranvías y estampillas ofreciéndose, y nada… la ciudad está congestionada de empleados. Y sin embargo, afuera está la llanura, están los campos, pero la gente no quiere salir afuera. Y es claro, termina tanto por acostumbrarse a la falta de empleo que viene a constituir un gremio, el gremio de los desocupados. Sólo les falta personería jurídica para llegar a constituir una de las tantas sociedades originales y exóticas de las que hablará la historia del futuro.

¿QUIERE SER USTED DIPUTADO?

Si usted quiere ser diputado, no hable en favor de las remolachas, del petróleo, del trigo, del impuesto a la renta; no hable de fidelidad a la Constitución, al país; no hable de defensa del obrero, del empleado y del niño. No; si usted quiere ser diputado, exclame por todas partes:

—Soy un ladrón, he robado… he robado todo lo que he podido y siempre.

ENTERNECIMIENTO

Así se expresa un aspirante a diputado en una novela de Octavio

Mirbeau, El jardín de los suplicios.

Y si usted es aspirante a candidato a diputado, siga el consejo. Exclamé por todas partes:

—He robado, he robado.

La gente se enternece frente a tanta sinceridad. Y ahora le explicaré. Todos los sinvergüenzas que aspiran a chuparle la sangre al país y a venderlo a empresas extranjeras, todos los sinvergüenzas del pasado, el presente y el futuro, tuvieron la mala costumbre de hablar a la gente de su honestidad. Ellos «eran honestos». «Ellos aspiraban a desempeñar una administración honesta.» Hablaron tanto de honestidad, que no había pulgada cuadrada en el suelo donde se quisiera escupir, que no se escupiera de paso a la honestidad. Embaldosaron y empedraron a la ciudad de honestidad. La palabra honestidad ha estado y está en la boca de cualquier atorrante que se para en el primer guardacantón y exclama que «el país necesita gente honesta». No hay prontuariado con antecedentes de fiscal de mesa y de subsecretario de comité que no hable de «honradez». En definitiva, sobre el país se ha desatado tal catarata de honestidad, que ya no se encuentra un solo pillo auténtico. No hay malandrino que alardee de serlo. No hay ladrón que se enorgullezca de su profesión. Y la gente, el público, harto de macanas, no quiere saber nada de conferencias. Ahora, yo que conozco un poco a nuestro público y a los que aspiran a ser candidatos a diputados, les propondré el siguiente discurso. Creo que sería de un éxito definitivo.

DISCURSO QUE TENDRIA EXITO

He aquí el texto del discurso: «Señores:

«Aspiro a ser diputado, porque aspiro a robar en grande y a `acomodarme’ mejor.

«Mi finalidad no es salvar al país de la ruina en la que lo han hundido las anteriores administraciones de compinches sinvergüenzas; no, señores, no es ese mi elemental propósito, sino que, íntima y ardorosamente, deseo contribuir al trabajo de saqueo con que se vacían las arcas del Estado, aspiración noble que ustedes tienen que comprender es la más intensa y efectiva que guarda el corazón de todo hombre que se presenta a candidato a diputado.

«Robar no es fácil, señores. Para robar se necesitan determinadas condiciones que creo no tienen mis rivales. Ante todo, se necesita ser un cínico perfecto, y yo lo soy, no lo duden, señores. En segundo término, se necesita ser un traidor, y yo también lo soy, señores. Saber venderse oportunamente, no desvergonzadamente, sino «evolutivamente». Me permito el lujo de inventar el término que será un sustitutivo de traición, sobre todo necesario en estos tiempos en que vender el país al mejor postor es un trabajo arduo e ímprobo, porque tengo entendido, caballeros, que nuestra posición, es decir, la posición del país no encuentra postor ni por un plato de lentejas en el actual momento histórico y trascendental. Y créanme, señores, yo seré un ladrón, pero antes de vender el país por un plato de lentejas, créanlo… , prefiero ser honrado. Abarquen la magnitud de mi sacrificio y se darán cuenta de que soy un perfecto candidato a diputado.

«Cierto es que quiero robar, pero ¿quién no quiere robar? Díganme ustedes quién es el desfachatado que en estos momentos de confusión no quiere robar. Si ese hombre honrado existe, yo me dejo crucificar. Mis camaradas también quieren robar, es cierto, pero no saben robar. Venderán al país por una bicoca, y eso es injusto. Yo venderé a mi patria, pero bien vendida. Ustedes saben que las arcas del Estado están enjutas, es decir, que no tienen un mal cobre para satisfacer la deuda externa; pues bien, yo remataré al país en cien mensualidades, de Ushuaia hasta el Chaco boliviano, y no sólo traficaré el Estado, sino que me acomodaré con comerciantes, con falsificadores de alimentos, con concesionarios; adquiriré armas inofensivas para el Estado, lo cual es un medio más eficaz de evitar la guerra que teniendo armas de ofensiva efectiva, le regatearé el pienso al caballo del comisario y el bodrio al habitante de la cárcel, y carteles, impuestos a las moscas y a los perros, ladrillos y adoquines… ¡Lo que no robaré yo, señores! ¿Qué es lo que no robaré?, díganme ustedes. Y si ustedes son capaces de enumerarme una sola materia en la cual yo no sea capaz de robar, renuncio «ipso facto» a mi candidatura…

«Piénsenlo aunque sea un minuto, señores ciudadanos. Piénsenlo. Yo he robado. Soy un gran ladrón. Y si ustedes no creen en mi palabra, vayan al Departamento de Policía y consulten mi prontuario. Verán qué performance tengo. He sido detenido en averiguación de antecedentes como treinta veces; por portación de armas —que no llevaba— otras tantas, luego me regeneré y desempeñé la tarea de grupí, rematador falluto, corredor, pequero, extorsionista, encubridor, agente de investigaciones, ayudante de pequero porque me exoneraron de investigaciones; fui luego agente judicial, presidente de comité parroquial, convencional, he vendido quinielas, he sido, a veces, padre de pobres y madre de huérfanas, tuve comercio y quebré, fui acusado de incendio intencional de otro bolichito que tuve… Señores, si no me creen, vayan al Departamento… verán ustedes que yo soy el único entre todos esos hipócritas que quieren salvar al país, el absolutamente único que puede rematar la última pulgada de tierra argentina… Incluso, me propongo vender el Congreso e instalar un conventillo o casa de departamento en el Palacio de Justicia, porque si yo ando en libertad es que no hay justicia, señores… »

Con este discurso, la matan o lo eligen presidente de la República.

LA INUTILIDAD DE LOS LIBROS

Me escribe un lector:

«Me interesaría muchísimo que Vd. escribiera algunas notas sobre los libros que deberían leer los jóvenes, para que aprendan y se formen un concepto claro, amplio, de la existencia (no exceptuando, claro está, la experiencia propia de la vida)».

NO LE PIDE NADA EL CUERPO…

No le pide nada a usted el cuerpo, querido lector. Pero, ¿en dónde vive? ¿Cree usted acaso, por un minuto, que los libros le enseñarán a formarse «un concepto claro y amplio de la existencia»? Está equivocado, amigo; equivocado hasta decir basta. Lo que hacen los libros es desgraciarlo al hombre, créalo. No conozco un solo hombre feliz que lea. Y tengo amigos de todas las edades. Todos los individuos de existencia más o menos complicada que he conocido habían leído. Leído, desgraciadamente, mucho.

Si hubiera un libro que enseñara, fíjese bien, si hubiera un libro que enseñara a formarse un concepto claro y amplio de la existencia, ese libro estaría en todas las manos, en todas las escuelas, en todas las universidades; no habría hogar que, en estante de honor, no tuviera ese libro que usted pide. ¿Se da cuenta?

No se ha dado usted cuenta todavía de que si la gente lee, es porque espera encontrar la verdad en los libros. Y lo más que puede encontrarse en un libro es la verdad del autor, no la verdad de todos los hombres. Y esa verdad es relativa… esa verdad es tan chiquita… que es necesario leer muchos libros para aprender a despreciarlos.

NEW SECTION

Calcule usted que en Alemania se publican anualmente más o menos 10.000 libros, que abarcan todos los géneros de la especulación literaria; en París ocurre lo mismo; en Londres, ídem; en Nueva York, igual.

Piense esto:

Si cada libro contuviera una verdad, una sola verdad nueva en la superficie de la tierra, el grado de civilización moral que habrían alcanzado los hombres sería incalculable. ¿No es así? Ahora bien, piense usted que los hombres de esas naciones cultas, Alemania, Inglaterra, Francia, están actualmente discutiendo la reducción de armamentos (no confundir con supresión). Ahora bien, sea un momento sensato usted. ¿Para qué sirve esa cultura de diez mil libros por nación, volcada anualmente sobre la cabeza de los habitantes de esas tierras? ¿Para qué sirve esa cultura, si en el año 1930, después de una guerra catastrófica como la de 1914, se discute un problema que debía causar espanto?

¿Para qué han servido los libros, puede decirme usted? Yo, con toda sinceridad, le declaro que ignoro para qué sirven los libros. Que ignoro para qué sirve la obra de un señor Ricardo Rojas, de un señor Leopoldo Lugones, de un señor Capdevilla, para circunscribirme a este país.

EL ESCRITOR COMO OPERARIO

Si usted conociera los entretelones de la literatura, se daría cuenta de que el escritor es un señor que tiene el oficio de escribir, como otro de fabricar casas. Nada más. Lo que lo diferencia del fabricante de casas, es que los libros no son tan útiles como las casas, y después… después que el fabricante de casas no es tan vanidoso como el escritor.

En nuestros tiempos, el escritor se cree el centro del mundo. Macanea a gusto. Engaña a la opinión pública, consciente o inconscientemente. No revisa sus opiniones. Cree que lo que escribió es verdad por el hecho de haberlo escrito él. El es el centro del mundo. La gente que hasta experimenta dificultades para escribirle a la familia, cree que la mentalidad del escritor es superior a la de sus semejantes y está equivocada respecto a los libros y respecto a los autores. Todos nosotros, los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el puchero. Nada más. Y para ganarnos el puchero no vacilamos a veces en afirmar que lo blanco es negro y viceversa. Y, además, hasta a veces nos permitimos el cinismo de reírnos y de creernos genios…

DESORIENTADORES

La mayoría de los que escribimos, lo que hacemos es desorientar a la opinión pública. La gente busca la verdad y nosotros les damos verdades equivocadas. Lo blanco por lo negro. Es doloroso confesarlo, pero es así. Hay que escribir. En Europa los autores tienen su público; a ese público le dan un libro por un año. ¿Usted puede creer, de buena fe, que en un año se escribe un libro que contenga verdades? No, señor. No es posible. Para escribir un libro por año hay que macanear. Dorar la píldora. Llenar páginas de frases.

Es el oficio, «el métier». La gente recibe la mercadería y cree que es materia prima, cuando apenas se trata de una falsificación burda de otras falsificaciones, que también se inspiraron en falsificaciones.

CONCEPTO CLARO

Si usted quiere formarse «un concepto claro» de la existencia, viva.

Piense. Obre. Sea sincero. No se engañe a sí mismo. Analice. Estúdiese. El día que se conozca a usted mismo perfectamente, acuérdese de lo que le digo: en ningún libro va a encontrar nada que lo sorprenda. Todo será viejo para usted. Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre llegará a esa fatal palabra terminal: «Pero sí esto lo había pensado yo, ya». Y ningún libro podrá enseñarle nada.

Salvo los que se han escrito sobre esta última guerra. Esos documentos trágicos vale la pena conocerlos. El resto es papel…

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